Publicado en Eldiario.es

“Em cada esquina um amigo
Em cada rosto igualdade”

El descrédito del sistema político es de tal magnitud que actualmente las encuestas electorales revelan ya la posibilidad de que en los próximos comicios generales sólo acuda a las urnas la mitad de la población -48% de abstención según Metroscopia. Con esta información sobre la mesa no es de extrañar que hablemos de crisis de legitimidad del conjunto del sistema político o, incluso, de régimen si atendemos a los rasgos estructurales de tal deslegitimación.

Ante este fenómeno, en su esencia anterior a la crisis económica, hay quien reacciona responsabilizando al ciudadano y acusándolo, como hicieron los antiguos, de ser un idiota[1] o, como hiciera el poeta comunista Bertolt Brecht, de ser un analfabeto político. Desde esta visión, el problema radicaría en un excesivo individualismo y conformismo que empujaría a los ciudadanos a la apatía política. Naturalmente todo ello haciendo referencia a una visión muy estrecha de la política, identificada exclusivamente con la vía institucional de la misma, e ignorando la agitada actividad política y extraparlamentaria que está teniendo lugar cada día en nuestras calles.

Sin embargo, lo cierto es que la democracia o, más correctamente, la cristalización institucional de lo que llamamos democracia, no es un diseño neutral con respecto a las motivaciones políticas de los ciudadanos. En algunos diseños institucionales se alimenta la participación y en otros se desanima. En consecuencia, conviene volver la mirada hacia las propias instituciones políticas para tratar de entender qué está pasando.

El problema de las instituciones

El filósofo italiano Michelangelo Bovero[2] define la democracia de una forma muy aséptica, meramente formal, según la cual ésta “consiste esencialmente en un conjunto o normas de procedimiento –las reglas de juego– que permiten ante todo la participación de los ciudadanos en el proceso decisional”. Así, la democracia no operaría en el vacío sino que se insertaría en la sociedad de una forma específica y dando lugar a un “juego democrático”. Y es aquí donde reside la clave: hay muchas reglas posibles con las que dar forma a dicho juego.

En términos generales suele distinguirse, en primer lugar, la democracia participativa y la democracia representativa. Frente a la democracia participativa, propia de los antiguos, que se representa gráficamente como un círculo en el interior del cual todos los ciudadanos se sitúan a la misma distancia con respecto al punto central –que es el poder de decisión última-, la democracia representativa toma la forma de una pirámide con diferentes niveles o escalones. Así, las llamadas democracias modernas, como la nuestra, tienen un diseño institucional –unas reglas de juego- que le otorga un carácter esencialmente jerárquico.

Eso sí, a diferencia de diseños jerárquicos propios de las dictaduras, en teoría en una democracia representativa la decisión política nacería en la base de la pirámide, donde están los ciudadanos, y ascendería democráticamente hasta la cúspide, donde estaría el poder ejecutor de dicha voluntad. Por el camino se situarían los representantes, que en aras de la operatividad del juego democrático tomarían un rol de meros sustitutos o espejos de los ciudadanos. En un proceso de representación pura, la voluntad no se habría de desviar desde que nace hasta que se ejecuta. Eso daría sentido a las palabras de Rousseau en las que afirmó que “Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente”. Sin embargo, sabemos que la realidad dista mucho de ser así.

Hay dos elementos fundamentales que provocan esta distorsión.

El primero, que las reglas por las que se eligen a los representantes también influyen en el resultado, de modo que cuanto más se aleja un sistema electoral del método proporcional (una persona, un voto) más distorsión se da.

El segundo, que, como el propio Bovero reconoce, los espacios intermedios de la pirámide son ocupados por “organizaciones cuyos miembros están, frente al ciudadano común, ‘más cercanos’ del momento culminante de la decisión política”. Hablamos, en esencia, de los privilegios políticos –no materiales- de los ciudadanos que forman parte de los partidos políticos[3]. De forma transversal, desde los exteriores de la pirámide los grupos de presión –como las grandes empresas- ven facilitada su tarea porque pueden torcer la voluntad original más fácilmente, al poder dirigir su presión cada vez a un número menor de ciudadanos con “capacidad efectiva de tomar decisiones”. Cuanto más estrecha se hace la pirámide, más fuerza y eficacia tiene la presión externa.

El riesgo de todo este proceso, que además tiende a enquistarse con la creación de redes clientelares, es obvio: el ciudadano de la base queda desconectado del vértice de la pirámide y en esencia no se siente realmente representado[4]. Podemos decir, en definitiva, que el proyecto democrático acaba siendo pervertido. La democracia, en su sentido original, muere y queda convertida en simple democracia aparente o formal.

El proyecto liberal

Pero esta muerte del sentido original de la democracia es, en última instancia, el objetivo perseguido por una tradición política muy concreta: el liberalismo. Desde Locke hasta Hayek, el liberalismo ha desconfiado de los ciudadanos y de su capacidad para tomar las mejores decisiones. Así, aunque desde diferentes argumentaciones, el liberalismo ha apostado por gobiernos elitistas y un diseño de reglas de juego que garantizase, ante todo, la libertad negativa (libertad entendida como no intromisión externa en las decisiones de cada uno). No en vano, los liberales clásicos temieron la democracia por los posibles efectos políticos que pudiera conllevar su aplicación, particularmente sobre los derechos de propiedad privada.

Sin embargo, como recuerda Félix Ovejero, “la democracia liberal es la solución institucional a los problemas de compatibilidad entre democracia y liberalismo[5]”. Así, el gobierno representativo es visto como un instrumento mediante el cual se logra preservar la libertad negativa, mientras que la igualdad queda limitada a una concepción estrecha que la entiende como “igualdad ante la ley”.

La contrarrevolución neoliberal, emergiendo desde la década de los ochenta, buscó dar otra vuelta de tuerca a las reglas del juego democrático para lograr, en palabras de Gerardo Pisarello[6], “colocar el ‘orden espontáneo’ del mercado a resguardo de las urnas” y “evitar que poblaciones ignorantes se inmiscuyeran en las leyes de la economía”. Así, neoliberales como von Mises, Hayek, Friedman o Nozick, promovieron nuevas fórmulas institucionales –reglas de juego- con las que asegurar los principios liberales clásicos. Se trataba de alejar el peligro que suponían, para el ideal liberal, las masas ignorantes.

Quizás el mejor ejemplo del triunfo de estas tesis sea el proceso de construcción de las instituciones de la Unión Europea -y de la zona euro-, claramente antidemocráticas y rodeadas de oscurantismo y opacidad. En este caso la pirámide democrática europea permitió aislar completamente a la ciudadanía de la cúspide del poder político, produciendo en los ciudadanos la sensación de que las decisiones caen desde el cielo. Por no hablar del Banco Central Europeo, ejecutor de la política monetaria y absolutamente desconectado de la voluntad popular en su condición de poder independiente. La articulación institucional completa de la Unión Europea supuso, en última instancia, un verdadero proceso deconstituyente que recortó margen de maniobra a los parlamentos nacionales y los convirtió, en palabras de Perry Anderson, en simples teatros de sombras.

En consecuencia, y a través de la configuración de unas adecuadas “reglas de juego”, por una parte el liberalismo desanima la participación política y, por otra parte, se asegura de mantener a salvo -de la voluntad ciudadana- una serie de poderes (el de la política monetaria, por ejemplo) y derechos[7] (especialmente el de propiedad).

La alternativa republicana radical

Llegados a este punto cabría reconocer que el problema no reside tanto en los ciudadanos como en las reglas de juego, de acuerdo a la constatación de que incluso aquellos ciudadanos virtuosos que desean participar apenas disponen de cauces para hacerlo y, cuando pueden, están corrompidos. Cabe asimismo, en consecuencia, hablar de la necesidad de una ruptura con el régimen actual en pos de alcanzar la democracia.

Frente a la descrita visión liberal, que convierte a la democracia en pura apariencia, hay que presentar una propuesta alternativa. Dicha propuesta debería anclarse, a mi juicio, en la tradición republicana. Y así debería ser en tanto que naciendo en el pensamiento de Aristóteles, quien pensaba que sólo la participación política en sociedad permitía alcanzar la vida buena, la plenitud humana –el zoon politikón-, el republicanismo ha defendido siempre la máxima implicación de los ciudadanos en las decisiones políticas.

Teniendo presente que las reglas de un juego democrático en una sociedad tan numerosa como la nuestra han de basarse en la representatividad, cabe compensar ese hecho con mecanismos de participación y fiscalización directa por parte de los ciudadanos. Así, hace falta establecer mecanismos que impidan que la participación política de los ciudadanos quede limitada al voto cada cuatro años. Herramientas como los referéndums, los iniciativas populares, revocatorios, audiencias públicas obligatorias, transparencia operativa y de gestión política, rendición de cuentas… son elementos que establecen contrapoderes a la tendencia oligárquica de la democracia representativa. Esto permite, a su vez, alcanzar un punto de consenso entre los partidarios de una democracia participativa radical, no operativa, y los de una democracia representativa radical, fundamentalmente antidemocrática.

Aquellos mismos mecanismos plantean una reducción del peso de los partidos políticos, organizaciones que a su vez habrían de ser reconstruidas sobre la base del ideal participativo republicano. Muchos de los mecanismos antes expuestos pueden volcarse en el seno de las propias organizaciones, fomentando así la participación y tejiendo, de facto, enlaces con otros sujetos políticos –tales como los nuevos movimientos sociales.

No pueden terminarse estas reflexiones sin apuntar, así sea superficialmente, el aspecto económico. Bajo el sistema económico capitalista el gobierno, o espacio público, está disociado del poder, o espacio privado. Cuanto mayor es la distancia entre ambos espacios, mayor es la subordinación de lo público –democrático- a lo privado –antidemocrático-. Sin embargo, la base filosófica del republicanismo radical es la libertad entendida como libertad positiva (capacidad de desarrollar los propios planes de vida; como no dependencia de otros; como autogobierno), de modo que en un espacio político inscrito sobre la base del sistema económico capitalista es imposible realizar el ideal republicano. Ello implicaría, necesariamente, la necesidad de adjetivar con socialista el ideal republicano. Abriéndose así la posibilidad de conectar los intereses del movimiento obrero clásico y de los nuevos movimientos sociales nacidos tras la caída del muro de Berlín.



[1] En la antigua Grecia idiota o inepto era aquél que no se ocupaba más que de los intereses propios, dejando de lado el interés público

[2] M. Bovero (2002): Una gramática de la democracia. Contra el gobierno de los peores. Trotta, Madrid.

[3] Lo que a su vez dependerá de la propia configuración institucional interna –las reglas de juego- de los partidos políticos. Así, el riesgo es a la creación de oligarquías internas que acaban ocupando los planos intermedios de la pirámide.

[4] Además, el hecho de cambiar a todos los representantes de los planos intermedios, sus organizaciones, por otras simplemente produce un formateo que libera temporalmente. Al ser las reglas del juego democrático las mismas, e inducir al tipo de proceso descrito, el resultado acaba siendo el mismo -o muy parecido- con lo que se asienta la sensación de que “todos son iguales”.

[5] F. Ovejero (2008): Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo. Katz, Buenos Aires.

[6] G. Pisarello (2011): Un largo termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Trotta, Madrid.

[7] Esto no quiere decir que el establecimiento de derechos constitucionales sea un deseo sólo de los autores liberales. Marxistas como Carlos Fernández Liria y Luís Alegre, o republicanos como Luigi Ferrajoli creen igualmente necesario salvaguardar determinados derechos, especialmente sociales, en un orden constitucional. Ver: C. F. Liria (2012): ¿Para qué servimos los filósofos? Catarata, Madrid, y L. Ferrajoli (2010): Democracia y garantismo. Trotta, Madrid.