Toda transformación de la sociedad debe estar respaldada por una base social suficientemente sólida y amplia que apoye y promueva los cambios que se realizan. Y da la sensación de que es en la búsqueda y mantenimiento de esta base social en lo que la izquierda más se ha equivocado en los últimos años, algo que se deduce fácilmente al ver la profunda desorientación en general de la izquierda alternativa actual. La izquierda como ideología llamaba a la revolución pero se mostraba dubitativa al precisar quién tenía que hacerla. ¿Los trabajadores de las industrias? ¿los agricultores? ¿los estudiantes, como en el mayo del 68? ¿los movimientos de movimientos? ¿la multitud? ¿los ecologistas? ¿las feministas? ¿los controladores?

Lamentablemente me temo que todavía seguimos en las mismas. Pero el hecho es incontestable: necesitamos encontrar nuestra base social, es decir, el sujeto histórico que transforme el actual sistema económico y construya una sociedad diferente. Suele haber acuerdo en que esa base social, por lo pronto, debe tener unas condiciones objetivas compartidas, una amplia cohesión y un grado de intervención suficiente (Tablas, 2007).

Ahora bien, la sociedad se ha estructurado de formas muy distintas a lo largo de la historia. En términos clásicos se suele decir que la estructura de clases se modifica en relación al cambio en las relaciones de producción o, lo que viene a ser lo mismo, que la tecnología y los cambios políticos modifican la forma en que se relacionan  las personas como colectivos. Bajo el feudalismo la sociedad se organizaba de forma distinta a como lo hacía el capitalismo del siglo XIX o a como lo hace el capitalismo actual. La estructura social de la Rusia zarista no es en absoluto la misma que la estructura social de la Rusia actual o de la Francia de las guillotinas.

Por eso tenemos la obligación de comprender cómo funciona, se estructura y se reproduce el capitalismo actual. Sería impensable esperar que los mineros hicieran hoy la revolución en España, si bien esa hipótesis no era tan improbable en la España de los años treinta. El debate sobre quién debe hacer la revolución sigue abierto.

Una perspectiva de clase y economicista

Yo tengo una perspectiva de clase y, en concreto, pienso en los colectivos en relación a su posición en el sistema económico. Lo hago así porque entiendo que nuestra supervivencia y condición de vida como seres humanos depende, en última instancia, de los ingresos que se reciben en el marco del sistema económico capitalista. Todos ocupamos un lugar en este sistema, y éste tiene su núcleo en el proceso de acumulación (que determina la capacidad del sistema para reproducirse en el tiempo). Por eso en un alto nivel de abstracción se habla del conflicto capital-trabajo, y por ende la sociedad se divide teóricamente en capitalistas y trabajadores.

Sabido es que esto es pura abstracción y que en la realidad material, cuando descendemos a lo concreto, encontramos que este esquema se difumina. No existe la clase capitalista o la clase trabajadora como tal, homogénea y organizada. Los trabajadores, como los capitalistas, se encuentran divididos en intereses y funciones. Mientras los trabajadores de las fábricas de principios del siglo pasado solían mantener un sentimiento de comunidad e identidad compartido, hoy los rasgos comunes entre los trabajadores (de hostelería y de banca, por ejemplo) son mucho menores. Los trabajadores, o la clase trabajadora como un abstracto, se encuentran mucho más fragmentados.

Pero lo mismo le ocurre a los capitalistas. Los intereses de los capitalistas productivos y los capitalistas financieros son muy diferentes, especialmente en las últimas décadas. Recordemos que el capitalista financiero (definido como aquel que presta dinero al capitalista productivo para que éste pueda invertir en actividades de la llamada economía real) viene a compartir parte de la ganancia del capitalista productivo. Es una punción sobre su ganancia; hay una relación contradictoria entre ambos tipos de capitalistas. Por ejemplo, mientras al capitalista financiero le interesa necesariamente un mercado global, liberalizado completamente, al capitalista productivo puede no venirle nada bien esa medida (por la presión a la que se ve sometido por la competencia mundial). De la misma forma, los grandes capitalistas se distinguen perfectamente de los pequeños y medianos capitalistas, algo que puede comprobarse en su forma de organizarse (en España existe la patronal de las grandes empresas -CEOE- y la patronal de las pequeñas y medianas empresas -CEPYME-) y en las demandas que realizan.

En definitiva, nos encontramos con una sociedad en la que las clases sociales luchan entre sí (ver un ejemplo de categorización actual de las clases sociales), para lo cual se organizan en torno a intereses comunes, tratando de influir en las decisiones políticas que configurarán el espacio económico en el que operan. En el caso de los capitalistas buscando su supervivencia en tanto que capitalistas y en el caso de los trabajadores intentando mantener y promover mejoras formas de vivir (1).

A muchos puede parecerle esta teoría trasnochada. Desde luego, no es nueva. No obstante es profundamente actual. Lo vemos día a día cuando los empresarios españoles se reúnen con Zapatero, viendo cómo todas las clases capitalistas se organizan y montan think tanks para influir en la sociedad, viendo cómo los grupos de interés presionan en la Unión Europea o comprobando que, por encima de cualquier otro aspecto identitario (etnia, nacionalidad o género) los capitalistas financieros pactan, se refuerzan entre ellos y conforman una verdadera élite social.

No ocurre lo mismo, sin embargo, con el colectivo de los trabajadores. La organización es cada vez menor, y el sentimiento de identidad es muy reducido. A los conflictos intra-clase propios del funcionamiento del capitalismo (es decir, que por la propia lógica del capitalismo siempre habrá trabajadores enfrentados en intereses), y a la fragmentación que ha llevado el desarrollo de las tecnologías, se le une un acoso y derribo estrictamente político. La ideología del individualismo ha triunfado gracias a su promoción en los medios de comunicación y otros canales de propaganda, destruyendo toda sensación acerca de la existencia de rasgos comunes entre los trabajadores. Dividieron y vencieron.

Conciencia de clase

Eso es porque no es lo mismo la situación objetiva que la conciencia de clase, aunque muchos confundan ambos conceptos. Muchos trabajadores, a diferencia de los capitalistas, no son conscientes del lugar en el que ocupan en el sistema económico. Han aceptado la ideología dominante que propugna que la sociedad se organiza hoy de la mejor manera posible, estructurada de forma horizontal (sin conflicto capital-trabajo) y que aquí lo que vale es el sálvase quién pueda.

Que los obreros voten a la derecha a pesar de que, atendiendo a los datos históricos y los propios programas, eso les perjudique se debe a su falta de conciencia de clase. En su conciencia sentirse trabajador ha perdido su sentido combativo y de comunidad, y se reduce al significado político de simple consumidor de productos. La preocupación se ha desplazado desde el ámbito comunitario hacia el ámbito individual. El neoliberalismo no sólo es un proyecto económico sino también civilizatorio.

Mientras la burbuja neoliberal ha durado, y a pesar de que las condiciones objetivas se han deteriorado profundamente (la desigualdad, por ejemplo, ha crecido tanto en su forma funcional como en su forma individual) este esquema se ha fortalecido. El centro comercial se convertía, como decía Baudrillard (1974) en un sentido parecido, en el reflejo de una sociedad en la que todos los individuos se encuentran ante sus iguales y sólo divididos por su diferente capacidad para comprar.

En un sentido económico es relativamente fácil de explicar. Tras la segunda guerra mundial devino la sociedad de consumo porque el capitalismo se encontraba ante un ciclo alcista derivado de la propia actividad económica que conllevaba reconstruir las diferentes economías del mundo. Los avances de productividad (debidos a la tecnología) se repartían entre salarios y beneficios empresariales en el contexto del llamado compromiso keynesiano. La sensación es de que todos ganaban. Un mundo casi perfecto donde sólo había que reparar algunas ineficiencias de los mercados a través de la intervención estatal.

Con la crisis estructural de los años ochenta el capitalismo entra en una nueva fase en la que se rompe ese compromiso y en el que los beneficios logran despegarse de los salarios y salir más que victoriosos. Pero es entonces donde entra el endeudamiento, para salvar la distancia que separaba los deseos de mantener un ritmo de vida consumista y la realidad de unos salarios en retroceso. El consumo espoleó el crecimiento económico gracias a las burbujas de activos, y el endeudamiento mantuvo la ilusión de que vivíamos en un mundo donde, de nuevo, todos eran ganadores.

La crisis, sin embargo, ha revelado que como en toda la historia de la sociedad humana sigue habiendo ganadores y perdedores. Y la percepción de los trabajadores afortunadamente está cambiando.

La crisis revela la realidad subyacente

Como hemos podido analizar, la crisis ha puesto de nuevo a todos en su sitio. Se han revelado los intereses contrapuestos entre las clases sociales y, lo más importante, se ha recuperado la percepción de que el Estado es una herramienta que utilizan las clases sociales para llevar a cabo sus decisiones. Es el espacio de lucha, la arena de combate.

Hasta ahora los trabajadores pensaban que el Estado miraba por todos, porque aquellos sin conciencia de clase entendían a la sociedad como una unidad, pero ahora eso es imposible. La rabia crece y se dirige hacia los sectores que salen beneficiados de la crisis y, muy especialmente, a los capitalistas financieros (la banca). Es imposible ya negar que el Estado juega un papel decisivo para determinar quién gana las luchas entre clases sociales.

Sin embargo, existe el riesgo de que esta rabia no sea adecuadamente canalizada (de acuerdo a propósitos progresistas) y que se culpabilice a los diferentes gobiernos concretos de esa toma de decisiones. Eso es probablemente lo que está pasando actualmente, cuando los trabajadores parecen apoyar masivamente a la oposición de derechas en protesta por políticas de marcado carácter derechista y únicamente porque esa oposición dice ser -pero no demostrar- distinta.

La necesidad de la izquierda por transmitir sus ideas

En un comentario del otro día, Carlos apuntaba que el público objetivo de nuestros artículos y actividades deberían ser aquellas personas «que viven profundos procesos de insatisfación que tienen una relación directa con el propio funcionamiento del sistema capitalista pero no llegan a identificar correctamente el causante de muchas de esas insatisfaciones». Estoy completamente de acuerdo con él y eso es por cierto, en la medida de mis limitadas capacidades y posibilidades, lo que procuro hacer personalmente.

Se trata de poner sobre la mesa el funcionamiento real del capitalismo actual, revelando los durísimos conflictos de clase que existen y explicando a todo aquel que esté dispuesto a escuchar que el problema no son las políticas concretas sino, más generalmente, el propio sistema económico. Creo necesario dejar de hablar de tópicos y pasar a poner ejemplos concretos que lleven a los trabajadores a tomar conciencia de los rasgos en común que tienen con sus semejantes. Las condiciones de las hipotecas y su propia lógica, los salarios y su evolución, la pérdida de calidad de los servicios públicos, el incremento de la desigualdad, la precariedad laboral, el deterioro del sistema de pensiones, etc. son en realidad fenómenos producto del funcionamiento del capitalismo, conllevan ganadores y perdedores y pueden ser explicados en términos económicos de forma relativamente sencilla.

La izquierda tiene recursos sobrados para cumplir esta función. Tiene expertos, en muchísimos ámbitos, de los que todos podemos aprender. Pero hace falta voluntad para hacerlo. Hoy en día no podemos negar la extraordinaria labor que autores como Vicenç Navarro y Juan Torres, así como la asociación ATTAC en su conjunto, está haciendo en este sentido apuntado. Pero siguen siendo pocos e insuficientemente organizados, por no hablar de la reducida capacidad económica existente.

Es hora de que los sindicatos -muchos de los cuales todavía hoy tienen en sus equipos a economistas liberales- y los partidos políticos de izquierda se mentalicen de que es necesario hacer todo esto de forma conjunta y con una mejor organización. Y, sobre todo, tienen que apuntar mejor a sus bases sociales. Deben dirigirse a un público aún no convencido, porque el objetivo no ha cambiado en tantos años: hay que encontrar esa base que necesita la izquierda para transformar esta sociedad.

NOTAS:

(1): Nótese, por ejemplo, que los sindicatos de clase son aquellos que luchan por los intereses de los trabajadores en general, mientras que los sindicatos sectoriales (por ejemplo, los de los controladores) luchan sólo por sus propios intereses como trabajadores de un determinado sector.

Baudrillard, J. (1974): La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras. Plaza & Janes, Barcelona.

Tablas, A. (2007): Economía Política Mundial. II. Pugna e incertidumbre en la economía mundial. Ariel, Barcelona.