Yo, con toda mi curiosidad y mis esfuerzos, no conozco a Fernando Alonso, ese piloto de fórmula 1 tan, paradójicamente, conocido. Lo mismo me ocurre con Pau Gasol, y con otros tantos grandiosos personajes públicos. Sin embargo, es como si a lo largo de mi vida me acompañaran en todo momento. Desde que despierto hasta que duermo, allí están ellos. Ríen, lloran, gritan, hablan. Parecen personas, pero nunca los veo.

Rara es la semana en que no aparece uno de los dos primeros en portada, y extraordinario el día que no ocupan espacio en el apartado deportivo… o de sociedad. Los medios de comunicación no los dejan en paz, o diciendo lo mismo, no me dejan en paz a mí.

La imagen ha asaltado este mundo. A fuerza de convivir con ella nos hemos convertido en idéntico concepto, como el niño que, al criarse entre lobos, se transformó en uno de ellos. Debajo de nuestra ropa, tan elegante, y de nuestros complementos, tan inútiles, ya no queda más que impulsos orgánicos.

La televisión representa de forma abstracta un mundo que no existía antes; ahora sí. Alonso en la sopa. Gasol en las croquetas. El motor del primero es preferente a las canastas del segundo, siempre que su acción sea sinónimo de éxito, y viceversa. Sí, y viceversa. La competición rey del país estadounidense, siempre modelo de igualdad, es hoy traída a la hora de la siesta para su contemplación. Califican de espectáculo sus canastas, pero mienten: ellos son el espectáculo.

Alonso es un ídolo. Ha hecho mucho por este país. Incluso por la lengua: nadie sabía qué significaba “pole” hasta que apareció este azulado y maravilloso asturiano. Gasol, por su parte, nos ha demostrado, otra vez más, que en EEUU no hay problemas para triunfar. Es el espejo donde debe mirarse todo aquel que sea inmigrante en el país de las oportunidades.

Pero soy, también aquí, minoría. La normalidad no comparte mi opinión. Y es que ella sí conoce a estas dos grandes figuras. Las alaba. A ellos y a sus equipos empresariales. La normalidad siente, ríe y llora con ellos; igual que ellos. Se compra sus camisetas y dona la correspondiente plusvalía de forma voluntaria mientras corre hacia su cueva empujado por la sintonía del programa. A la normalidad le encanta ser absorbida por los comentaristas deportivos y por todo aquello que sea superficial.

La normalidad enciende la tele y busca lo real. Abre el periódico y busca información de la verdad. Sabe que allí nunca hay problemas. Sabe que, como ocurre en los centros comerciales, todos somos iguales. No comprende que su verdad y su realidad es el espejo de la mentira, de lo inexistente. No se entera de que se ha convertido en un producto más, en una vaga y mala representación.

Pero eso sí, esperemos que España gane el mundial.