Sin mucha originalidad hemos llamado repensar la izquierda a la reflexión que gira en torno a los turbulentos acontecimientos políticos de los últimos años. Y ello con el objetivo de desplegar las estrategias e instrumentos adecuados para que la izquierda social y política esté en condiciones de promover un sistema económico y social más justo. En esta honda reflexión, y desde mi perspectiva, contemplo tres niveles temporales.

El primero, el que va desde 1989 hasta la actualidad. Es la reflexión sobre una derrota, la que se refiere a la caída del llamado socialismo real, que fue acompañada del declive de los partidos comunistas y socialistas en occidente. El punto de referencia es la concepción del mundo de la izquierda, duramente golpeada por esta derrota. Asimismo, engloba la reflexión sobre el dominio del neoliberalismo como proyecto sociocultural desde los 80s y la fuerte irrupción de las teorías críticas posmarxistas y posmodernas.

El segundo, el que va desde la crisis de 2007-08 hasta la actualidad. Es la reflexión sobre el por qué la mayor crisis del sistema económico capitalista desde la Gran Depresión no se ha saldado con una alternativa global o europea de izquierdas sino más bien por su contrario, la agudización del neoliberalismo. Aquí el punto de referencia es la izquierda anticapitalista, incapaz de aprovechar un momento que se había teorizado sobradamente.

El tercero, el que va desde la irrupción de Podemos en España hasta la actualidad. Aquí el punto de referencia es la izquierda representada por Izquierda Unida y la doble reflexión sobre el cómo y el por qué ha sido superada electoralmente por esta nueva fuerza y qué debe hacer para recomponerse como proyecto político anticapitalista.

En estas nuevas notas trataré de avanzar unos comentarios adicionales sobre el tercer nivel, el más concreto. Se suman al extenso documento que publiqué hace unas semanas llamado “Apuntes para repensar la izquierda en España” y que abundaba en los tres niveles anteriormente mencionados. Allí hablaba de la crisis económica y de los cambios en el régimen de acumulación de la economía española (nivel 2), de los cambios culturales de las últimas décadas (nivel 1) y del enfoque político –menos maquinaria electoral, más movimiento social- que tenía que tener IU (nivel 3).

En esta ocasión quisiera explorar algo más las características de Podemos e IU en su vinculación con la estructura social española, a fin de arrojar más luz sobre el tipo de instrumento que se necesita de cara al futuro. Ya vimos muy tentativamente algunas de estas características en la nota “Clases sociales e Izquierda Unida: un análisis”. En esta ocasión veremos primero algunas ideas clave de cómo ha cambiado la estructura social al cambiar el régimen económico de acumulación. Después examinaremos el perfil de los votantes de los partidos anticapitalistas europeos y su taxonomía. Posteriormente analizaremos las diferencias entre Podemos e IU respecto a tipo de votantes. Y finalmente sacaremos algunas conclusiones preeliminares.

Las transformaciones de la estructura social

En las discusiones de teoría económica hay cierto consenso en que el régimen de acumulación fordista propio de las economías de posguerra dio paso a un nuevo régimen de acumulación posfordista en torno a la década de los setenta y ochenta. También se acepta que esa transición ha ido acompañada de notables cambios en la estructura social que, a su vez, han modificado aspectos clave del comportamiento electoral. Ese distinto comportamiento electoral sería reflejo, en última instancia, del cambio en la concepción del mundo de los ciudadanos.

El régimen de acumulación fordista, que sentó los fundamentos del Estado Social en la mayoría de países occidentales tras la II Guerra Mundial, estaba caracterizado esencialmente por el círculo virtuoso entre la producción y el consumo masivo. Sus características principales eran: la producción masiva en cadenas de montaje con mano de obra semi-cualificada; un sistema macroeconómico estable y fuertemente regulado nacional e internacionalmente; empresas en las que se daba la separación entre control y dirección pero muy centralizadas y buscando crecer en tamaño para aprovechar las economías de escala; una relación salarial basada en un compromiso capital-trabajo según el cual los incrementos de productividad se repartían tras acuerdos entre patronal y sindicatos; crecimiento masivo del consumo, una sociedad urbano-industrial y la existencia de un salario social en forma de pensiones, sanidad y educación pública y prestaciones sociales adicionales.

La propia dinámica y evolución del capitalismo fue tensionando el propio sistema, hasta que entró en crisis. En torno a los setenta y ochenta se fue abriendo paso un nuevo régimen de acumulación caracterizado por la desregulación y un mayor protagonismo del libre mercado como institución rectora de lo económico. No en vano, David Harvey lo llamó régimen de acumulación flexible porque la característica esencial era esa: la flexibilidad. Robert Jessop, por ejemplo, lo llama Estado competitivo schumpeteriano por su carácter hipercompetitivo. Las dudas sobre su estabilidad a medio plazo son notables (puede leerse al respecto la nota que escribí sobre La crisis permanente del neoliberalismo). En todo caso, se ha convenido en llamar régimen de acumulación posfordista al conjunto socioeconómico caracterizado por: nuevas formas de producción flexible, basadas en redes y sistemas de externalización y la utilización de nuevas tecnologías de la información y la comunicación; relaciones laborales flexibles que combinan trabajadores muy cualificados con trabajadores no cualificados; desindustrialización general de las economías occidentales, con deslocalizaciones hacia países con mano de obra más barata; dura competición salarial a la baja; entorno macroeconómico volátil y caracterizado por la desregulación; cambio de las formas burocráticas en la empresa por formas horizontales y más planas y delgadas; desmantelamiento del Estado social e incremento de las desigualdades.

Esta transición ha modificado enormemente la realidad socioeconómica de nuestros países occidentales. Aunque cada país haya contado con sus propias especificidades, esta transición es común a todos. Y, lo más importante a efectos de lo que nos interesa aquí, el cambio en la estructura productiva y las relaciones laborales ha modificado también sobremanera la estructura social. Al fin y al cabo, la base social de los partidos anticapitalistas, particularmente de los comunistas, podría haber menguado como consecuencia de esos cambios.

Los partidos de la izquierda radical

Parece evidente que si unimos dos fenómenos tales como el derrumbe de los países del llamado socialismo real y los procesos de desindustrialización en occidente tenemos una mala combinación para los partidos políticos de izquierdas. De un lado porque se deteriora la fuerza del imaginario socialista como alternativa, con todo lo que ello conlleva a nivel cultural, y de otro lado porque se presupone que la mayor fuerza electoral de los partidos comunistas y radicales se encuentra en la clase obrera clásica (particularmente la de cuello azul, típicamente fordista y de cadenas de montaje).

En realidad, los estudios han revelado que los partidos comunistas nunca han sido los más apoyados entre la clase obrera, ni siquiera el exitoso Partido Comunista Italiano. Eso sí, su electorado ha estado compuesto mayoritariamente por votantes de la clase obrera. Por eso los cambios en la estructura social habrían podido afectar mucho a los partidos anticapitalistas, en tanto que las grandes industrias han sido desmanteladas, los sindicatos se han debilitado y ha disminuido el nivel de afiliación sindical. En efecto, en las investigaciones de ciencia política todas estas hipótesis se han confirmado de una u otra forma.

El reciente estudio publicado por Luis Ramiro en la European Political Science Review (Support for radical left parties in Western Europe: social background, ideology and political orientations) es un buen punto de inicio para observar los perfiles de los votantes de la izquierda radical o anticapitalista en el período que va desde 1989 a 2009, y abunda en esos datos.

En primer lugar, Ramiro pone de relieve que no se demuestra una relación directa entre pertenecer a un sector social desfavorecido y votar a un partido radical de izquierdas, ni siquiera cuando hablamos de la clase obrera (sea trabajador manual, trabajador profesional o empleado público). Esto es algo contraintuitivo porque los partidos anticapitalistas se definen a sí mismos como representantes de la clase obrera y sus programas giran, en lo fundamental, en torno a la satisfacción de las necesidades de los sectores más desfavorecidos. Ramiro apunta que se advierte una gran competencia en estos sectores, tanto por partidos socialistas como por partidos de extrema derecha.

Donde Ramiro encuentra evidencias empíricas es cuando el individuo se identifica con la clase obrera (lo que llamamos conciencia de clase), es afiliado sindical, no pertenece a ninguna religión, se considera de izquierdas, está descontento con la democracia o tiene una percepción negativa de la Unión Europea. En todos esos casos la probabilidad de votar a un partido anticapitalista se incrementa. Al mismo tiempo, hay evidencia también de que el votante de un partido anticapitalista tiende a estar o bien muy poco cualificado o bien altamente cualificado. Asimismo, en términos de edad hay indicios de que el perfil ha ido cambiando con el tiempo, rejuveneciéndose.

Estas conclusiones son relevantes porque en términos marxistas significan un desplazamiento de la relación votante-organización desde la estructura económica hacia la superestructura. Parece que la captación de votantes se produce más por el lado subjetivo e inmaterial (conciencia de clase, ideología, concepción del mundo) que por el lado objetivo y material (vínculo entre los intereses de la clase obrera y una organización que se dice legítima representante de esos intereses). Esto parece encajar con la tesis de Ronald Inglehart sobre la posmaterialidad, según la cual la insólita capacidad de las sociedades industriales para satisfacer necesidades básicas ha producido un cambio en las preferencias políticas, llevando a la izquierda a ser apoyada por los posmaterialistas y dejando fuera a los sectores populares y materialistas. En definitiva, todo parece indicar que la conexión de los partidos anticapitalistas con las clases más populares y desfavorecidos o bien se ha desvanecido o bien nunca ha existido, salvo en la retórica política. Algo sobre lo que Owen Jones alertó en su libro Chavs cuando insistió en que la verdadera clase obrera había quedado desamparada mientras, en cierta forma, la izquierda miraba a las clases medias. No obstante, y esto lo indica también Ramiro, el estudio pone de relieve que cuestiones como la ideología, la afiliación sindical o la conciencia de clase siguen teniendo relevancia a pesar de las transformaciones económicas de las últimas décadas. No han desaparecido.

Taxonomía de los partidos anticapitalistas

Hasta aquí hemos hablado de partidos anticapitalistas, pero en realidad la categoría que usan los académicos como Ramiro es la de Radical Left Parties (RLP) y que definiría a los partidos que rechazan la estructura económica del capitalismo contemporáneo y sus valores y prácticas, y defienden una estructura económica y de poder alternativa que implique una mejor redistribución de los recursos. Y más que una declaración explícita de anticapitalismo estaríamos ante una crítica del capitalismo globalizado actual, aunque a veces se de una defensa de un sistema socialista. Estaríamos hablando, en suma, de los partidos engloblados bien en el Partido de la Izquierda Europea (PIE) bien en el grupo parlamentario europeo de la Izquierda Unitaria Europea – Izquierda Verde Nórdica (GUE/NGL) o que directamente estén fuera de ambos espacios por su marcado carácter anticapitalista.

Naturalmente dentro de ese conjunto hay una importante heterogeneidad, y a veces se han hecho intentos para hilar más fino. Ese propósito tiene el trabajo de Raúl Gomez, Laura Morales y Luis Ramiro publicado en West European Politics (Varieties of radicalism: examining the diversity of radical left parties and voters in western Europe). Estudiando los programas políticos de las formaciones desde la década de los cuarenta del siglo pasado, han posicionado a los partidos en dos categorías: nueva izquierda y partidos tradicionales. Los partidos tradicionales son los que se centran más en temas tales como el análisis marxista, el antiimperialismo, el trabajo, la justicia social, la planificación económica y el nacionalismo, mientras que los de la nueva izquierda son aquellos que tratan más temas como la democracia, la paz, el ecologismo o los derechos de las minorías sociales.

Por ejemplo, partidos de alta retórica tradicional y muy pocos elementos de nueva izquierda son el Partido Comunista Griego (KKE) y el Partido Comunista de Portugal (PCP), mientras que en el lado inverso puede encontrarse a los partidos nórdicos. Curiosamente, Izquierda Unida y los partidos comunistas italianos caen del lado de la nueva izquierda desde 1989 y 1994 respectivamente, si bien es verdad que en la frontera. Y es que el tiempo, y particularmente la caída del muro de Berlín, ha ido desplazando a partidos tradicionales hacia el otro lado de la clasificación.

Ahora bien, en la comparación del tipo de votantes, el estudio revela que los partidos tradicionales y de nueva izquierda no se diferencian en términos de edad, género, ubicación ciudad/campo, ni en conciencia de clase o afiliación sindical. Sin embargo, los investigadores sí encuentran que los votantes de los partidos de nueva izquierda están más cualificados y son menos religiosos que los de los partidos tradicionales. También revelan que los votantes de la nueva izquierda son más moderados, menos euroescépticos y están más insatisfechos con las cuestiones democráticas.

En definitiva, parece que estas transformaciones discursivas tienen que ver con fenómenos como la caída del muro de Berlín, que ha reducido el componente ortodoxo de los partidos, y las transformaciones económico-sociales, que ha dado mayor importancia a aspectos que van más allá del conflicto capital-trabajo. Eso sí, siempre manteniendo la idea de que ni los partidos tradicionales ni los de nueva izquierda conectan claramente con las clases populares a las que dicen, de una u otra forma, representar.

El caso español

Parece evidente que lo que nos falta por explorar es el surgir de Podemos como partido que pertenecería al conjunto de anticapitalistas, pues de hecho es miembro del GUE/NGL. Uno puede presuponer, sin embargo, que su caracterización como partido populista –construyendo discurso sobre la dicotomía casta frente a pueblo- así como el análisis de su programa –muy centrado en aspectos inmateriales- debería llevar a clasificarlo como un partido también de nueva izquierda. Lo que nos interesa, sin embargo, es explorar las diferencias que puedan existir entre los votantes de Podemos y de IU.

Las ideas de los epígrafes anteriores son coherentes con lo que apuntamos en “Clases sociales e Izquierda Unida: un análisis”, a saber, que las clases populares no votan a Izquierda Unida pero tampoco a otros partidos radicales como Podemos. Los parados/as, jubilados/as y trabajadores/as del ámbito doméstico son un importante nicho de votantes del bipartidismo y, particularmente, del Partido Popular. Pero desde luego constituyen una ínfima parte del apoyo electoral de los partidos radicales.

Ahora bien, el surgimiento de Podemos en 2014 es un fenómeno singular en toda Europa, dado que el populismo ha estado vinculado esencialmente a la extrema derecha. Sobre esta cuestión Luis Ramiro y Raúl Gómez ha avanzado una investigación en un artículo de próxima publicación en Political Studies (Radical left populism during the Great Recession: Podemos and its competition with the established radical left). La pregunta que se hacen Ramiro y Gómez es, ¿por qué surge Podemos como partido radical de izquierdas cuando ya había otro –Izquierda Unida- que teóricamente ocupaba ese lugar?

Una posibilidad es pensar que Podemos ha llegado al mismo tipo de público que los partidos populistas de derechas del resto de Europa, es decir, a los perdedores de la globalización. El perfil de ese votante es el de personas desempleadas, poco cualificadas, muy expuestas a la competencia económica internacional y con sentimientos nacionalistas que se realzan como forma de protección ante esa situación general de vulnerabilidad. Sin embargo, la investigación demuestra que no hay evidencia de que Podemos sea el partido de los perdedores de la globalización. De hecho, Podemos no es más atractivo que IU en esos sectores sociales. Es más, incluso tanto Podemos como IU tienen gran apoyo entre personas muy cualificadas.

El único matiz es que Podemos tiene mayor aceptación entre euroescépticos y entre abstencionistas. Al mismo tiempo, Podemos tiene más aceptación también entre los que no declaran ideología alguna. Aquí podemos encontrar, probablemente, su capacidad de haber llegado a personas que se situaban fuera del eje izquierda-derecha. Curiosamente Podemos tiene enorme aceptación, más que IU, entre las personas muy de izquierdas, pero también gran penetración en perfiles de izquierdas más moderados.

Ramiro y Gómez plantean otra posibilidad, y es que podríamos estar ante el tipo de votante con expectativas insatisfechas. Es decir, personas cualificadas pero que temen perder su trabajo o ser más precarios. Y, en efecto, los investigadores encuentran que la probabilidad de votar a Podemos se incrementa mucho más que la de IU cuando hablamos de este perfil de votante.

El último bloque de posibilidades tiene que ver con el perfil del voto protesta. Se trata aquí del voto que se realiza como reflejo de la insatisfacción con la democracia o con una situación económica concreta. Vimos en el epígrafe anterior que los partidos de nueva izquierda suelen caracterizarse más por preocupaciones de tipo democrático e inmateriales. Lo que los investigadores revelan es que entre los votantes de IU y de Podemos no hay diferencias en torno a la actitud patriótica (a pesar del intento de Podemos de apropiarse ese espacio), y sin embargo sí hay evidencia de que los votantes más centralistas en términos de administración territorial se inclinan más por votar a Podemos que los de IU.

Finalmente, los investigadores no encuentran evidencia de que los votantes de Podemos y de IU sean diferentes respecto a la preocupación por la situación económica. Pero donde sí hay diferencias es respecto a la preocupación por la situación política y la visión sobre el Gobierno y la oposición, puesto que ahí la insatisfacción de los votantes de Podemos es mucho mayor. Esto apoya la hipótesis de que los votantes de Podemos son votantes antimainstream y más preocupados que los de IU por las cuestiones democráticas.

En definitiva, parecería que las investigaciones revelan que en la competición electoral entre IU y Podemos el éxito de este último se ha encontrado en canalizar mejor el perfil antimainstrem y antielite, junto con un voto protesta que incluye no sólo cuestiones democráticas sino también las expectativas insatisfechas de las personas mas cualificadas. Y, esto ya es cosecha propia, me atrevo a pensar que está más dirigido a las clases medias frustradas por la crisis y por las transformaciones económicas y políticas recientes que en el caso de IU. No obstante, es difícil aventurar mucho más.

Conclusiones

Con todo lo avanzado en estas notas hay, desde luego, elementos que pueden destacarse especialmente.

En primer lugar, y lo más preocupante, es que ningún partido radical o anticapitalista ha conseguido llegar a las clases populares y hacerse su representante efectivo y literal –en el sentido de ser un espejo-. Más al contrario, el apoyo a los partidos radicales tiene más que ver con cuestiones culturales e ideológicas, mientras que cada vez hay más sectores golpeados por la crisis y la globalización que se encuentran huérfanos de referencias en la izquierda. Esos sectores son tentados, en muchas partes de Europa, por los partidos de extrema derecha en particular. Algo que supone una verdadera amenaza democrática.

En segundo lugar, es necesario remarcar que Podemos tampoco ha llegado a esos sectores a pesar de que la estrategia del populismo de izquierdas parecía pretender, precisamente, eso mismo. El plus que ha conseguido Podemos ha sido atraer a votantes abstencionistas e ideológicamente moderados a partir de un voto protesta o de expectativas incumplidas, más que conectar con las clases populares. El resto de su espacio es, en lo esencial, el mismo votante tradicional de IU.

En tercer lugar, IU y Podemos pertenecen a la misma familia política a pesar de ser proyectos políticos distintos. Ese hecho viene marcado porque ambos pertenecen a los partidos radicales o anticapitalistas y ambos tienen un discurso y programa que incluye los elementos llamados de nueva izquierda y que van más allá del conflicto capital-trabajo. Parece que la irrupción de Podemos, sin embargo, genera nuevas tensiones en IU para desplazarla, a modo de intuitiva protección electoral, hacia formas más tradicionales. Pero impugnando ciertos tópicos, el elemento ideológico, la conciencia de clase y la afiliación sindical siguen siendo variables relevantes para el apoyo de los partidos, posiblemente también para Podemos.

En cuarto lugar, siendo los anteriores puntos ciertos las discusiones semánticas sobre el sujeto histórico –clase obrera o ciudadanía- y las peleas por las referencias simbólicas –hoz y martillo, siglas o alternativas- son fundamentalmente litúrgicas porque ninguna de ellas anclan en la realidad cotidiana de las clases populares y en sus problemas. Eso explicaría por qué en IU, y quizás también en Podemos, cada cierto tiempo emergen corrientes que en lo retórico se envuelven en banderas rojas y retórica novecentista pero luego en la práctica demuestran un profundo eclecticismo que es, en cierto modo, esencialmente revisionismo.

En quinto lugar, una diferencia notable entre los votantes de Podemos y de IU se da en torno a la visión sobre el régimen político. Podría deducirse que los votantes más anti-régimen, anti-mainstrem y anti-elite se han decantado hasta ahora por Podemos debido a que IU estaba, en el imaginario social, muy pegada a los partidos clásicos que han sustentado el régimen político que ahora se tambalea. Esto es normal no sólo debido a la historia, que a diferencia de Podemos en IU sí existe, sino también a la coparticipación en gobiernos socialdemócratas y a que hay una espina clavada en el PCE se llama eurocomunismo y propugna alternativas económicas pero no alternativas políticas. Esta tendencia, o alma, en IU es sorda a conceptos como crisis de régimen o proceso constituyente y, en consecuencia, no ha entendido nada de lo sucedido en los últimos años.

En sexto lugar, es imposible prever la evolución futura a nivel electoral. Por varias razones. Entre ellas por la estrategia rápidamente cambiante de Podemos tanto en lo discursivo como en las alianzas. No es Podemos una fuerza coherente sino que ha articulado alianzas en función de intereses electorales y no de coherencia discursiva, pasando por ejemplo del patriotismo centralista hacia la multinacionalidad en apenas un mes o denunciando el eje izquierda-derecha primero y luego reinstaurándolo en función de la coyuntura. El votante puede estar despistado. Al mismo tiempo, IU está en un proceso de renovación que busca un mix entre la tradición del movimiento obrero y la de los nuevos movimientos sociales (nueva izquierda según estas notas).

En todo caso, y a modo de conclusión, parece evidente que a pesar de la competición electoral que existe entre Podemos e IU ninguno de los dos ha hecho sus deberes respecto a la construcción de una base social. Insisto, base social y no sólo electoral. Y alguien tendrá que hacerlo, puesto que ese es el único instrumento que puede transformar de forma real la sociedad. Tejer redes sociales de gente movilizada y concienciada en torno al conflicto es la única forma de conectar a las clases populares con las organizaciones políticas, las cuales además deben disponer de mecanismos de representación democrática. Así, quizás el ejemplo más característico que aúna presencia en el conflicto y pedagogía política es la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Cumple el papel de intelectual colectivo gramsciano, que es, claramente, lo que algunos pensamos que necesitamos para alcanzar nuestros objetivos de emancipación de las clases populares.

Así que tenemos por delante una tarea: dotarnos de un instrumento que cumpla esas funciones, es decir, que sea útil para las clases populares. Y ese instrumento va, a mi juicio, mucho más allá de lo que actualmente son tanto IU como Podemos. De hecho, es lo que podríamos identificar con el concepto amplio de unidad popular. O dicho otra vez, y a riesgo de ser cansino, no es una lucha de siglas en el marco electoral sino una lucha de clases en el terreno material. Por mucho que algunos, a uno y otro lado, parezcan más empeñados en ser consejeros delegados de partidos-marca, con sus tacticismos y liturgias cambiantes según las alzas y bajas en la bolsa mercantil, que de organizaciones políticas para la transformación social. Y, digo yo, habrá que ser más patriota de clase que patriota de partido porque, de lo contrario estaremos siendo meras comparsas de este régimen político-económico basado en la explotación.