Durante el período de democracia radical en Grecia, en el siglo V a.n.e., los griegos acuñaron la palabra «isegoría» para describir la libertad e igualdad en la palabra. Extendido por Efialtés y Pericles el acceso a la asamblea a todos los ciudadanos, la palabra se tornó en el elemento de mayor importancia de la democracia ateniense. De hecho, simbólicamente el orador que estuviese en posesión de la palabra durante una asamblea debía portar una corona democrática que expresara su inviolabilidad en el derecho a la palabra. Se trataba de un cambio radical frente a diseños institucionales anteriores, donde la palabra estaba monopolizada por los aristócratas.

Más de dos mil años después uno quisiera creer que la palabra pública sigue teniendo ese respeto y que, a pesar del paso del tiempo y de las particularidades del sistema político representativo, la palabra sigue siendo el elemento fundamental del sistema democrático. Uno quisiera creer, en definitiva, que los parlamentos actuales son los legítimos herederos de las asambleas griegas de la democracia radical. Sin embargo, desengañados y huyendo de la ingenuidad no podemos sino aceptar que hoy eso dista mucho de ser así. Como dice el filósofo L. Canfora, «la palabra pública ya está muerta, sustituida por un potentísimo electrodoméstico».

Efectivamente, hoy el acceso a la palabra es tan desigual como lo es el acceso a la propiedad de los medios de comunicación. Todos los debates que tienen lugar en los parlamentos llegan a los ciudadanos mediados por una red de empresas de comunicación. Y estas empresas no sólo ejercen presuntamente el papel de canalizador aséptico de la información sino que también esconden intereses políticos de toda naturaleza. Así, en nuestras masificadas sociedades la palabra pública, expresada por los representantes del pueblo, muere torturada en su camino hacia los representados. Y los representados ni sueñan con poder hacer uso propio de la palabra misma.

Los periodistas dignos, intérpretes y traductores de la palabra pública, se esfuerzan como pueden en trabajar y no solamente en tener un trabajo. Pero una y otra vez acaban colisionando con el doble muro de la tiranía de la audiencia y de la tiranía de los propietarios. La audiencia, el pueblo, no sólo demanda sino que también se educa, y los propietarios saben muy bien cómo torcer la realidad para adecuarla a sus privados intereses pecuniarios. Fenómenos inscritos en el marco de un sistema que prima la superficialidad, la banalización y la ganancia cortoplacista por encima de la profundidad, la sustancia y la crítica de la información. Triste destino el que depara a una democracia caracterizada de tal forma.

Afortunadamente, hay experimentos sociales que tratan de cambiar esa realidad. Proyectos periodísticos que tratan de abrirse hueco en el mundo de la información para reducir esa distancia que separa al ciudadano de la realidad y al propio ciudadano de la democracia. Proyectos que informan, que hablan de lo que otros no quieren y que permiten a la sustancia romper con el dominio de lo banal.

Y surgen al margen de ese Estado cooptado por los intereses privados, y que tantas veces pervierte los instrumentos públicos de los que dispone a fin de convertirlos en meros sostenes ideológicos de los partidos dominantes. En muchas partes emergen iniciativas que suman humildes esfuerzos en la restauración de la democracia real. En esa lucha por hacer de la «isegoría» no sólo una noción retórica y antigua sino una noción efectiva y actual.

¿Y acaso no es obvio que la forma jurídica que han de tomar dichos proyectos ha de ser, necesariamente, la de una cooperativa? No obstante, las cooperativas son no sólo empresas que proporcionan un producto determinado y no pueden entenderse sólo en aras de lo que producen. Son también una forma de propiedad que lleva en sí el germen de un nuevo mundo, de una nueva forma de entender la sociedad. Una sociedad sin clases.

 Ya Marx lo advirtió con notable precisión a finales del siglo XIX:

«Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»; han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría».

Los periodistas que son cooperativistas sin duda son periodistas que siguen sujetos a los propietarios, pero también son periodistas que son a la vez sus propios propietarios. Rompen así con uno de esos muros que impedía el honrado ejercicio del periodismo, y construyen también el socialismo en el interior de la empresa.

Sin embargo, las cooperativas también son empresas que, integradas en el sistema capitalista, están igualmente sujetas a la presión de la competencia. Luchan por un mismo mercado y habitualmente las mejores condiciones laborales de sus trabajadores o la mayor calidad de sus productos les sitúan en situación de desventaja frente a sus competidores. De ahí el necesario recordatorio, siempre, de la importancia crucial que tiene la ayuda desde el otro lado. Desde el lado de los lectores, de los que escuchan, de los que, si quieren, participan también en la palabra pública.

La Marea es uno de esos proyectos rebeldes que nacen en los tiempos más turbulentos: los de crisis económica. Un periódico mensual de alta calidad, desligado de la tiranía de la inmediatez y que ahonda en la reflexión profunda. Un proyecto que renuncia a la financiación privada que no cumpla su rígido documento ético. Un proyecto transparente que no se casa con nadie, que ignora los cantos de sirena de los grandes poderes económicos y políticos que tratan de cooptarlo. Un proyecto que, en consecuencia, se encuentra con extremas dificultades.

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Por eso creo que aquellos que aspiramos a la construcción de una sociedad verdaderamente democrática, y donde la palabra sea el arma para dominar lo político, no podemos dejar que estos proyectos surquen los complicados mares capitalistas a la deriva, bajo la agitada corriente que amenaza siempre con aplastarlos.

Podemos ayudarles haciéndonos suscriptores, o regalando suscripciones a nuestros amigos o familiares. O comprometiéndonos en los repartos. Cualquier forma es válida para contribuir humildemente  a un proyecto que ahora cumple un año y que ha dado visos de garantizar y blindar sus principios a lo largo de este tiempo.

Porque la palabra es de todos y de todas, y aunque la existencia de La Marea no nos conceda aún la deseada «isegoría», ¿qué pasaría si dejásemos morir estos proyectos alternativos que con su mera existencia ponen en cuestión el modelo privatizado e interesado de sus rivales? ¿qué pasaría si toda la información dependiese de las empresas jerarquizadas y de los caprichosos deseos e intereses de sus dueños?