Publicado en eldiario.es

En España la campaña electoral estadounidense se ha podido seguir con notable dificultad. Es verdad que no han faltado minutos de atención mediática, pero sí ha faltado situar bien el foco. La mayoría de los medios de comunicación se han centrado, día tras día, en los aspectos más espectaculares y llamativos, tales como el uso ofensivo del lenguaje de Trump, más que en el aspecto sustantivo, como las propuestas económicas que ofrecían ambos candidatos. En la hipermodernidad, como la define con buen criterio Gilles Lipovetsky, lo que más llama la atención no es siempre lo más importante. Y en esas condiciones es ciertamente complicado hacerse una idea del por qué un multimillonario machista, xenófobo y engreído ha podido vencer en la contienda electoral.

Durante toda la campaña electoral, Donald Trump ha centrado su discurso en atacar al establishment político como responsable de la corrupción, de poner el dinero del pueblo americano en los bolsillos de las grandes empresas y de aprobar tratados internacionales que destruyen fábricas y empleos y deslocalizan el aparato productivo y la fuente de riqueza del país. En suma, de empeorar la vida de la clase trabajadora de Estados Unidos. Esta terminología que acabo de usar está literalmente extraída de sus discursos; no es una adaptación al gusto. En efecto, D. Trump no es un neoliberal al uso. No es Ronald Reagan, por decirlo así, y por eso un dirigente republicano como George Bush anunció no haberle votado. Si tuviéramos que encontrar alguna similitud tendríamos que retrotraernos al fascismo corporativista de los años veinte y treinta del siglo XX. Pero aun así, la duda asalta: ¿por qué ha ganado?

Sin duda las transformaciones económicas de las últimas décadas nos permiten entender mejor este fenómeno que, sin embargo, no es el único (el Brexit pero sobre todo el auge de la extrema derecha en Europa son fenómenos muy relacionados). En efecto, lo que hemos conocido como globalización neoliberal ha provocado transformaciones muy profundas en la estructura productiva y social de las sociedades occidentales. Esta globalización ha consistido, en general, en más competencia económica, cultural y política. Y ello ha producido una nueva división: entre ganadores y perdedores de la globalización.

Lo que ha ido quedando atrás ha sido el modelo keynesiano, con su Estado social o del Bienestar. En él los trabajadores y las empresas construían sus vidas en un entorno de certezas y de protección estatal, con una economía mundial altamente regulada en sus niveles financieros y productivos. Las reformas iniciadas desde los años setenta y ochenta catalizaron las transformaciones económicas, llevando a un incremento de la competencia en todos los niveles. La vida y el trabajo estable daba lugar a un contexto donde el concepto dominante es la flexibilidad. Vidas y trabajos cada vez más precarios, inestables, inciertos… ¡Hasta el carácter se corroe, como nos recuerda Richard Sennet!

Pero eso no ha afectado a todo el mundo por igual. Por ejemplo, las empresas y trabajadores cualificados más expuestos a la globalización han salido ganando porque han visto incrementar su mercado y posibilidades, mientras que las empresas y trabajadores cualificados otrora no expuestos a la globalización o los trabajadores no cualificados en general han sido duramente afectados como perdedores de la globalización. En el caso de estos últimos, con mucha dureza debido a la fuerte presión competitiva y al fracaso del llamado ascensor social –la posibilidad que tienen los nacidos en un estrato social bajo de aspirar a mejores puestos de trabajo y remuneraciones. Estos fenómenos se han dado en todo el mundo, en mayor o menor grado, pero han variado según las singularidades de cada país.

Ya de una forma relativamente temprana, en 2008, Hanspeter Kriesi y otros autores (West european politics in the age of globalization) supieron ver que estos fenómenos acabarían llevándose por delante el sistema de partidos en todos los países occidentales. Según ellos la paradoja política de la globalización estribaba en que aunque la causa sea global, la solución tiende a articularse a nivel nacional y en forma de cambios radicales en el seno de los partidos o, más probablemente, en nuevos partidos que aprovechan una «ventana de oportunidad» (en efecto, el concepto era ya ese). Según ellos los fenómenos económicos y sociales que se situaban al margen de los partidos –como la globalización- los obligarían a reconfigurarse en nuevas formas y relaciones y en torno a nuevos problemas vinculados a la división entre ganadores y perdedores de la globalización.

Por eso cabe descartar los análisis simplistas, vengan de donde vengan. No se trata de una simple pugna entre partidarios del libre mercado y partidarios del proteccionismo como tampoco lo es entre capitalistas y trabajadores, religiosos y ateos o nacionalistas y cosmopolitas. Hay un poco de todo, y requiere análisis serio. Por ejemplo, no es cierto que la clase trabajadora estadounidense haya votado en masa a Trump, porque entre otras cosas también los latinos y los negros son en gran medida clase trabajadora. Pero sí es cierto que el discurso de Trump ha tenido una conexión esencial con el mundo blanco del trabajo, el más afectado por la globalización neoliberal, y de donde ha extraído millones de votos. Pero ojo, no sólo se trata del mundo del trabajo puesto que también las grandes empresas otrora protegidas y ahora expuestas al mercado internacional están en las mismas posiciones. El caso de la empresa textil New Balance, cuyas zapatillas se han convertido para los anti-Trump en objetivo político, es representativo. Hay pocos sectores más interesados que el textil (empresarios y trabajadores) en reducir la competencia económica internacional con nuevas formas de proteccionismo económico.

Ahora bien, lo que tienen en común los quema-zapatillas y los analistas liberales es su falta de comprensión, cuando no directamente de desprecio, hacia la realidad de la clase trabajadora. Quizás revele una suerte de elitismo, o quizá de ignorancia, pero ese es, en efecto, el principal problema de la izquierda ante fenómenos como los que estamos viviendo.

Analistas liberales como Dani Rodrick han reconocido este hecho también desde muy temprano, sugiriendo que una globalización no regulada tendría como consecuencia directa el crecimiento de la rabia y la frustración social. No hace falta que me detenga en la obra completa de un pensador que es, subrayo de nuevo, liberal. En resumen, Rodrick ha insistido en que estas fuerzas desatadas serían incontrolables política y socialmente, y ha culpado directamente a la izquierda de no estar a la altura. Creo que, en este punto, tiene razón. También en los últimos días la socióloga Eva Illouz ha abundado en esta hipótesis. Según ella la llamada nueva izquierda se dedicó a temas importantes –imprescindibles, diría yo- como las nuevas demandas civiles de las minorías y del feminismo y ecologismo pero a costa de abandonar a los segmentos más desprotegidos de la clase trabajadora. Al cabo de un tiempo ésta parecía tener comportamientos inentendibles para una izquierda que, en suma, se había hecho élite. Esta denuncia es, a mi juicio, también correcta. Y es coherente tanto con la tesis de Ronald Inglehart sobre la desmaterialización de la izquierda (despreocupada cada vez más de las cuestiones materiales) como con la tesis de Owen Jones acerca del abandono que la izquierda ha sometido a los estratos sociales más bajos, los llamados chavs.

Nuestro país tiene una singularidad adicional, muy vinculada a la transición. A pesar de tener a uno de los movimientos obreros más fuertes de Europa, en España la izquierda abandonó en los setenta la prioridad de construir alternativa en el tejido social. En efecto, Santiago Carrillo desmontó la estructura organizativa del Partido Comunista y que hasta entonces se articulaba sectorialmente y con una fuerte presencia en los barrios populares. En su lugar dejó una organización estructurada en paralelo a las circunscripciones electorales, de tal modo que el mensaje era claro: lo importante eran las instituciones, esto es, presentarse con éxito a las elecciones. En aquellos años se sentaron las bases de una izquierda institucionalizada, dedicada casi en exclusiva a la gestión, y cada vez más desconectada de la realidad concreta de la clase trabajadora. Una clase que, además, se fragmentaba cada vez más como consecuencia de las reformas neoliberales de los gobiernos de los 70s y 80s. La izquierda, como estrategia, tendía a refugiarse en universidades e instituciones políticas. Mientras la realidad, por decirlo así, caminaba por otra parte. Naturalmente miles y miles de militantes mantuvieron su conexión con la realidad del pueblo y de la clase, y gracias a eso es por lo que aún existe izquierda digna de tal nombre en nuestro país.

En estos días nos han dicho que desde Unidos Podemos somos igual que Trump. Es radicalmente falso, y más aún en este punto. Desgraciadamente estamos lejos de llegar a la clase trabajadora realmente existente (y con este realmente existente pretendo desvincular la realidad material de la clase con la liturgia que acompaña todo llamamiento a la clase; ¡como si decir clase cien veces nos hiciera clase o acaso marxistas!). Alguno podría pensar que todo comenzó con la transición, pero no es cierto: el problema venía de muy atrás. En realidad, la izquierda nunca ha representado del todo bien a la clase que dice representar. Todos los datos empíricos señalan la profunda brecha que separa a la izquierda europea de la clase trabajadora (en cualquiera de sus acepciones, estrecha o amplia). Hay una fuerte relación entre los trabajadores que tienen conciencia de clase, esto es, los que ideológicamente se sitúan en la izquierda; pero la gran masa de trabajadores o bien pasa de la política o bien vota a la derecha. Y esto era tan aplicable al PCE de los ochenta como a Podemos o IU del 2014.

En nuestra España actual la cosa sigue igual. Aún hoy el 21,2% de las personas desempleadas vota al PP o Ciudadanos, el 11,7% al PSOE y el 18,7% no vota. Nuestro espacio político, Unidos Podemos, recoge el 13,4% de voto del conjunto de desempleados. Otro dato para la retina: el 20% de los votantes de Ciudadanos carece de ingresos. Podríamos abundar en otros datos, pero la sangre brota de la herida ya de forma suficiente.

La solución, en breve, no es representar al pueblo. Es ser pueblo. La solución no es que desde púlpitos acreditados, y tras debates escolásticos dignos de la autocomplacencia más pija, se propongan recetas mágicas para el juego de la representación institucional. La única forma posible de evitar la barbarie, sea en la forma de Trump, LePen o cualquier otra, es descender del reino de los cielos al reino más mundano de la vida cotidiana. Nuestro objetivo es convertirnos en conflicto, que es la cristalización de las contradicciones del sistema y de la globalización, y autoprotegernos y autoorganizarnos como clase, como víctimas de la crisis. La clase se expresa también en nuevas fórmulas discursivas y de tono, de la misma forma que tiene otras manifestaciones culturales que van más allá del indie y de la tribu hipster. Nuestra clase no son sólo los trabajadores de cuello azul, sino también las mujeres que realizan trabajos de cuidados sin remunerar o los jóvenes habituados a las nuevas tecnologías pero no al empleo. Por citar algunos ejemplos concretos. Todos ellos, todos nosotros, exigimos una izquierda a la altura del momento histórico. Unidad, organización y, sobre todo, praxis. Sin filosofía de la praxis seremos todos unos pijos sin utilidad.