Artículo de Luís Felip López-Espinosa, doctorando en Filosofía, militante del PCE y candidato a las elecciones andaluzas por la provincia de Málaga.

1. El 8 de febrero de este año 2012, el diario francés Le Monde publicaba en portada el siguiente titular: Mélenchon – Le Pen, le match des populismes (“el combate de los populismos”). Equiparación odiosa entre el candidato izquierdista del Front de Gauche y la candidata de la extrema derecha, sobre la base de un supuesto común denominador que habría de ser motivo de rechazo hacia ambos por igual: el populismo. Y establecido este punto, poco importa que las posturas políticas del Frente de Izquierdas y del Frente Nacional sean diametralmente opuestas.[1]

Ahora bien, ¿qué significa “populismo”? ¿Qué es lo que hace del “populismo” un monstruo intolerable? En su libro La razón populista, Ernesto Laclau afirma que en este rechazo se halla implícito un desdén hacia la política como tal, y una concepción del poder como management, como administración, legitimada por un conocimiento técnico apropiado acerca del modo en que debe gestionarse la sociedad.[2] El populismo sería, para esta concepción tecnocrática, una forma de exceso peligroso que pone en peligro los límites y las fronteras, claramente demarcados, sobre los cuales se ordena racionalmente una comunidad política determinada. Y si observamos detenidamente el uso habitual que se hace del término en los análisis políticos, sociológicos y periodísticos, encontraremos siempre esa misma referencia: la irrupción caótica de un movimiento de masas que pone en peligro el orden establecido.

En este sentido, es natural que Mélenchon y Le Pen encarnen, para los medios franceses, esa figura temible del populismo: pues ambos serían políticos radicales, “antisistema”, que pretenden articular una movilización política (considerada “irracional” por los ideólogos bienpensantes) sobre la base del turbulento descontento creciente en los sectores más depauperados y desfavorecidos de la clase obrera francesa.

En este sentido, y dado que el contenido “pasional” o libidinal de estos movimientos parece análogo, es comprensible que existan vasos comunicantes entre ambos (no en vano, muchos de aquellos votos de clase obrera que perdió el Partido Comunista Francés fueron a parar al Frente Nacional). Ahora bien, como sucede con todo fascismo, lo que encontramos en el Frente Nacional es la capitalización de un descontento real y de una energía libidinal auténtica, manipulados para engrasar un engranaje que ni mucho menos es antisistema (allí donde gobierna el FN, lo que realmente se encuentra es corrupción y beneficio privado de sus políticos a expensas del sistema, sin transformación real alguna).

En resumen, lo que se llama “populismo” es el desafío al orden establecido, articulado en un frente social amplio (identificado con un sujeto transversal llamado “el pueblo”, que comprende distintos sectores de la población). “Populismo” es la palabra con la cual aquellos identificados con la ley y el orden vigentes tratan de explicarse a sí mismos lo inadmisible y caótico de toda transformación social. Pero por esa misma razón, aunque un partido fascista puede investirse de las mismas apariencias rompedoras y regeneradoras, y puede ser interpretado como “populista”, su fondo real carece de toda pretensión verdaderamente transformadora. Y en sus contenidos, nada hay que permita equipararlo a un frente de izquierdas.

2. Pues bien, esta situación, con un partido de extrema derecha que intenta apropiarse de un discurso “populista”, es decir, popular, es la que intenta reproducir en el estado español un partido de reciente aparición: Unión, Progreso y Democracia. Los discursos de UPyD parecen antisistema, o por lo menos profundamente renovadores: acabar con el bipartidismo (con el sistema de dos grandes partidos que se turnan en la gestión técnica del poder), promulgar una ley electoral más justa, reformar una cámara inútil como es el Senado, laicidad del Estado, etc… Otras propuestas, sin embargo, les delatan: cuando UPyD habla de racionalizar el gasto público supérfluo, y en especial cuando propone establecer límites al déficit público, asume partes fundamentales del programa político de la derecha más radical. Cuando habla de evitar duplicidades, prepara el terreno para su tema favorito: la devolución de compentencias autonómicas al Estado central, para mayor gloria de uno de los sueños húmedos de la derecha de este país, la destrucción de las autonomías y el regreso al centralismo franquista.

Igual que el Frente Nacional, UPyD no es antisistema sino que se sirve del sistema. Igual que Marine Le Pen, Rosa Díez no quiere regenerar en absoluto la democracia: de hecho, ella encarna el peor tipo del político profesional que no sabe hacer otra cosa que vivir de la política, y lo que es peor, de la política del poder (de la gestión técnica de aquello que ha de mantenerse igual). Rosa Díez formó su propio partido político tras abandonar el PSOE, del cual trató sin éxito obtener la secretaría general. Y durante su etapa en el PSOE del País Vasco (que también quiso liderar, con igual resultado) fue una firme defensora del pacto de gobierno con el PNV, lo que no en vano le valió el puesto a cargo de una de las Consejerías.

Siendo las cosas tan claras, si la extrema derecha consigue en ocasiones relativo éxito a la hora de capitalizar el descontento (lo ha hecho en Francia hasta la fecha, y por esta razón resulta importante el papel jugado en la actualidad por el Front de Gauche), ello es porque, y debemos reconocerlo, algo ha hecho mal la izquierda: refugiarse en un discurso institucional, asumir en ocasiones incluso el papel de gestor allí donde ha gobernado, y relegar a un segundo plano la pasión política que debe animar todo proyecto regeneracionista y transformador.[3] Olvidar que los discursos políticos son una unidad de posiciones políticas y de movilización social, y que la unidad popular de “los de abajo” se construye sobre la base del activismo. Dejando de este modo la vía libre para advenedizos armados con eslóganes publicitarios atractivos.

Es cierto que en España ha aparecido un nuevo partido “populista” con discursos propios de la extrema derecha y con relativa capacidad para aglutinar en torno a ellos a distintos sectores populares. Pero también es cierto que el avance de esta extrema derecha, y de otras que pudieran surgir, puede frenarse. No en vano, UPyD es más débil allí donde la izquierda real es capaz de articularse con más fuerza como alternativa (los sondeos para estas elecciones autonómicas en Andalucía pronostican un avance de la izquierda, y la incapacidad de UPyD para obtener siquiera representación).[4] Y como afirma Alberto Garzón, la aparición del fenómeno 15-M ha cumplido la función de canalizar el descontento hacia posturas progresistas, evitando que lo capitalizase algún tipo de neofascismo.

La conclusión que debemos sacar de todo ello es que, en palabras de Hegel, “nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”. Es cierto que no hay actividad política coherente sin cultura política, ni por consiguiente sin formación ni educación.[5] Pero en la constitución de la comunidad política no hay sólo planificación y racionalización, pues a estos elementos subyace una presencia de índole afectiva. Ello no quiere decir “irracional”, por supuesto. Hablamos de una pasión constructiva, positiva, alegre, y ligada a los acontecimientos que edifican materialmente la movilización desde abajo (acampadas, ocupaciones, manifestaciones, huelgas, espacios alternativos y de convergencia…). Se trata de una pasión que se opone a las pasiones violentas y destructivas que acostumbra a esgrimir la extrema derecha. Contra la pasión negativa de “todos los políticos son iguales”, la pasión positiva arguye que “todos los hombres podemos tomar las riendas de los asuntos políticos”. Contra la pasión negativa de “los políticos sólo buscan en la política su negocio particular”, se puede argumentar que “la política no es un negocio particular sino una transformación social para el beneficio común de la mayoría”. Spinoza decía que las pasiones nunca se anulan, sólo se desplazan. Así pues, lo que necesita la izquierda actual no es sólo formación y educación, sino también la alegría de saber que, por este camino, puede mejorar la situación de la mayoría. Porque de algún modo, el conocimiento de los medios de cambiar la realidad anticipa la emoción que habría de inspirarnos esa realidad ya transformada.

NOTAS

[1] ¿No fueron ambos partidos promotores del “no” al tratado constitucional europeo? ¡Ajá!

[2] “…is, I think, the dismissal of politics tout court, and the assertion that the management of community is the concern of an administrative power whose source of legitimacy is a proper knowledge of what a ‘good’ community is” (Ernesto Laclau, On populist reason, London: Verso, 2005, p. x).

[3] Cf. Slavoj Žižek, Living in the end times. London: Verso, 2010. Cf. también mi reseña en Contrastes. Revista internacional de filosofía, vol. XVI (1-2 2011), ISSN: 1136-4076, pp. 441-442, y en mi página web en: http://sites.google.com/site/enuntrenenmarcha/living-in-the-end-times.

[4] En cambio, en Asturias, las encuestas parecen anunciar que UPyD ha de recoger parte de los votos perdidos por la formación de Álvarez Cascos. No parece que el movimiento del votante entre una opción y otra sea antinatural: la sintonía entre ambas parece existir, cuando UPyD se apoyó en el único parlamentario de FAC para poder obtener grupo parlamentario y los beneficios que naturalmente ello comporta.

[5] Alberto Garzón, “El peligro del populismo en tiempos de crisis”, en http://www.agarzon.net/?p=1694#more-1694 .