Probablemente el debate más recurrente en economía es el del dilema Estado-Mercado. Ese debate parte de la base de que existe un trade-off entre Estado y Mercado, es decir, de que existe una oposición entre ambas opciones y que elegir más de una de ellas es elegir menos de la otra. Aceptando esa hipótesis lo que suele seguir es una discusión sobre si a una economía le interesa disponer de más Estado y menos Mercado o al revés. Además, en función de las respuestas suelen asignarse valores políticos a los tertulianos de tal forma que aquellos que abogan por más Estado son más de izquierdas y aquellos que abogan por más mercado son más de derechas.

Este debate es complicado por los errores en las definiciones conceptuales (¿qué es el Estado? ¿cómo medir su peso y su acción?) y también falso desde su concepción. El problema más importante es que el supuesto de partida es erróneo: no existe un trade-off porque el mercado no se puede oponer nunca al Estado sino que, en realidad, es el Estado el que crea al mercado.

Creando mercados

Los pensadores liberales, y muy especialmente los ultraliberales, consideran que el mercado es libre por definición. Sin embargo, argumentan, la libertad del mercado está obstaculizada por distintas instituciones, siendo de entre ellas la más importante el Estado. Para ellos el mercado es previo a cualquier otra institución humana. El mercado ya estaba allí antes que cualquier cosa, y nosotros lo único que hacemos es coartar su libertad imponiendo normas y reglas que, como consecuencia, también recortan nuestra libertad (concepto reducido al simple ejercicio de comprar y vender productos y servicios).

Esa visión mitificada del mercado es una especie de anacronismo. En realidad todos los mercados (desde el simple mercado de bienes de consumo hasta el mercado de trabajo) han sido creados por la sociedad humana y, particularmente, por el poder político. Es este poder el que ha decidido discrecionalmente crear marcos jurídicos y regulatorios que permiten comprar y vender productos, es decir, crear mercados.

Karl Polanyi cuenta un ejemplo magnífico en su «La Gran Transformación». Cuando los ingleses llegan a sus colonias en Asia y África se encontraron con muchos pueblos y tribus «salvajes» que se organizaban de acuerdo a principios no mercantiles, es decir, que decidían qué producir, cómo distribuir y cómo consumir de acuerdo a principios sociales. Estos pueblos tenían unas limitadas necesidades que lograban satisfacer gracias a los recursos del entorno. Cuando los ingleses les «invitaron» a trabajar a cambio de un salario éstos se negaron porque no lo veían necesario ni racional (ya tenían todo lo que necesitaban). En términos económicos puede decirse que en esa situación no existe mercado: las personas no se ofrecen en venta a cambio de un salario, es decir, no hay trabajadores. Para lograr quebrar la voluntad de estos pueblos los ingleses decidieron talar los árboles de pan, que eran el principal recurso nutritivo de esas tribus. Los ingleses lo que estaban haciendo era crear escasez de forma artificial. Además, junto con esas medidas impusieron tasas e impuestos sobre las chozas. Todo ello tenía un único objetivo: crear un mercado de trabajo empujando a las personas de las tribus a venderse como trabajadores para evitar la penuria y el hambre. Desde ese momento las personas de esas tribus comenzaron a ser «trabajadores libres» que formaban parte del sistema.

¡El mercado os hará libres!

… para comprar y vender, si es que se tiene dinero suficiente. El mercado no es un más que un espacio regulado en el que se desenvuelven las fuerzas económicas para hacer transacciones. Y el resultado final depende, cómo no, del punto de partida. El mercado es como una selva (y la regulación su ley), donde quien más preparado está antes de entrar más posibilidades tiene de sobrevivir.

Todo mercado está regulado desde su creación, lo que quiere decir que el mercado libre es una falacia o, con suerte, una utopía. Lo que interesa en realidad es saber en qué grado está regulado y a quién beneficia esa regulación. Volvamos al mercado de trabajo. El mercado de trabajo como tal es un abstracto que representa el espacio donde se compran y venden trabajadores, pero bajando a lo concreto podemos encontrar que un mercado de trabajo muy poco regulado permitiría, por ejemplo, trabajar 20 horas al día, en pésimas condiciones laborales y además permitiendo que los niños de 10 años puedan participar.

Para Polanyi cualquier avance en eso llamado «mercado-libre» es contraproducente porque genera distorsiones sociales y empuja  a la gente a protegerse sea como sea (la naturaleza del ser humano no es la de ser una mercancía). Sería motivo de otro artículo, pero para Polanyi la desregulación agresiva y los avances ultraliberales son la antesala del fascismo, ya que éste último nace como intento social de protegerse ante los excesos de extender el libre-mercado.

En cualquier caso, las luchas sociales han permitido que el mismo Estado que creaba el mercado de trabajo tuviera que regularlo continuamente para adaptarlo a las exigencias sociales. Se redujo la jornada laboral, se impusieron límites a la edad mínima de acceso y se establecieron una serie de condiciones laborales. Y es que cualquier reforma del mercado de trabajo no es sino la lucha entre los intereses de quienes entran a la selva en mejores condiciones (los empresarios, que quieren libertad para imponer condiciones a sus trabajadores) y los intereses de quienes desean entrar en la selva pero provistos de protección (los trabajadores, que saben que en soledad están a merced del empresario maximizador de beneficios y reductor de salarios).

El Estado y la globalización neoliberal

El Estado en realidad es una especie de terreno de juego en el que se manifiesta la relación de fuerzas sociales, siendo la facción más fuerte la que alcanza el poder. Y ese poder político es el que permite modificar la regulación de los distintos mercados en función de los intereses de quienes ostentan dicho poder.

Si en esa relación de fuerzas vencen los intereses de las clases dominantes (los capitalistas y empresarios) entonces el signo de las políticas serán de tipo liberal o desregulador, ya que buscarán crear un marco económico más adecuado para su desarrollo individual -como capitalistas o empresarios, por ejemplo-. Y si de ese combate salen victoriosos los intereses de las clases subordinadas (por ejemplo los trabajadores) entonces el signo de las políticas será mucho más regulacionista y protector.

En un nivel intermedio (no podemos reducir la «lucha de clases» a buenos y malos o a capitalistas contra trabajadores) podemos añadir el ejemplo de un Estado gobernado por élites empresariales poco competitivas. En ese caso a los empresarios les interesa crear un mercado de trabajo muy desregulado (porque salen ganando frente a los trabajadores), pero a la vez les interesa mantener protecciones estatales frente a los empresarios extranjeros (porque salen perdiendo de no hacerse así).

Pero de este razonamiento sacamos una enseñanza: sea cual sea la opción ganadora ninguna propondrá una disminución del poder del Estado. El Estado es usado como instrumento para orientar el marco económico, pero en ningún caso desaparece.

Cuando en los años ochenta alcanzan el poder partidos políticos de inspiración neoliberal (como en Reino Unido y Estados Unidos) lo que ocurre es que se hacen muchas reformas económicas destinadas a modificar el marco económico. Así, se quitan las normas financieras (se permiten prácticas y productos financieros nuevos y arriesgados), se desregula el mercado de trabajo (se permiten las empresas de trabajo temporal, se descentraliza la negociación laboral, etc.) y se privatizan las empresas públicas (para pasarlas a manos privadas), entre otras medidas. Pero en conjunto todo se hace desde el Estado y, más importante aún, su perdurabilidad en el tiempo depende asimismo del Estado.

Por eso el propósito de los neoliberales no es el de reducir el peso del Estado en la economía (aunque pueda suceder, medido vía gasto público como porcentaje del PIB) sino que es reorientar el marco económico y crear mejores condiciones para el desarrollo y beneficio de las clases dominantes que se encuentran detrás (y que hoy son las grandes empresas y las grandes fortunas). Por eso cuando llega una crisis económica que daña a las grandes fortunas y las grandes empresas no se duda en usar el poder del Estado para cubrir pérdidas (nacionalizaciones de empresas, rescates bancarios, etc.). De hecho, ni siquiera el gasto público se ha reducido en todos los países donde han gobernado partidos neoliberales.

En definitiva…

Por lo tanto, deberíamos redefinir los términos del debate cuando hablamos de este dilema. Un neoliberal o un ultraliberal pueden usar mucha retórica contra el Estado, pero lo único que pretenden es alcanzar el poder para reorientar el marco económico en su favor. No en vano siempre apoyan un «Estado mínimo» que garantice que ese marco, readaptado a sus intereses, se pueda salvaguardar. Eso reduce el peso de la intervención pública que redistribuye ingresos (desde los ricos hacia los pobres) pero mantiene o incluso aumenta el poder represor del Estado.

En la actual configuración económica de los Estado-Nación pudiera parecer que ya apenas tiene sentido el poder estatal frente a la globalización. Creo que es un error. Esa globalización neoliberal ha nacido con el Estado como padre y madre, y toda la delegación de funciones a entidades supranacionales antidemocráticas puede revertirse con objetivo de recuperar el control y la soberanía democrática.

Para las clases subordinadas es triple el interés de alcanzar el poder político. El primero, poder reorientar el marco económico y dotarse de protecciones en el mundo capitalista en el que vivimos. Se trata de evitar que sea la ley de la selva en la que quienes más tienen más ganan, porque eso no es parte del interés de los pobres. El segundo, intervenir en los mercados no sólo a través de la regulación sino también a través del establecimiento de mecanismos redistributivos (que reduzcan la brecha ricos-pobres). Y el tercero, intervenir en la actividad productiva para redirigir la producción hacia fines sociales y medioambientales y no únicamente a partir del criterio de rentabilidad propio de la ley «natural» del capitalismo.