Publicado en LaU

Las últimas elecciones presidenciales en Francia han vuelto a revelar la fuerza y crecimiento de la extrema derecha. En la primera vuelta la candidata del Frente Nacional (FN) ha obtenido un 21,23% de los votos, que es el segundo mejor resultado de la historia del partido. Unos meses antes, en Países Bajos, el Partido por la Libertad (PVV) obtuvo el 13% de los votos en las elecciones legislativas, quedando en segunda posición. En diciembre de 2016 también el candidato del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) pasó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y empató técnicamente contra el candidato del partido verde en unas elecciones que tendrán que ser repetidas por anomalías en el recuento. A estos buenos resultados de partidos de extrema derecha hay que sumar los de Jobbik en Hungría (20% en 2014), Liga Norte en Italia (12% en encuestas) o Amanecer Dorado en Grecia (8% en encuestas), entre otros.

Gráfico 1:

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En España, que carece de un partido político explícitamente de extrema derecha y asimilable a los citados más arriba, este fenómeno europeo está siendo trivializado por parte de los principales medios de comunicación así como de los líderes políticos. El principal problema es que un fenómeno tan grave como el de la extrema derecha se tiende a difuminar bajo la etiqueta mucho más amplia de «populismo».

En el lenguaje coloquial es habitual confundir los conceptos de extrema derecha, derecha radical, populista y anti-establishment entre otros. Incluso la bibliografía académica no termina de encontrar un consenso para la definición de populismo. Los esfuerzos para alcanzar una definición común no han dado resultado y, dependiendo del enfoque, el populismo ha llegado a ser caracterizado como ideología (un sistema de creencias acerca de cuestiones políticas), como estrategia (unas prácticas políticas para alcanzar el poder), o como práctica discursiva (un estilo de comunicación específico). Los intentos de conceptualización fracasan sistemáticamente porque la heterogeneidad entre partidos que de forma intuitiva serían calificados de populistas es demasiado grande, y porque el conjunto de partidos que en algún momento asumen posiciones populistas en cualquiera de esos ámbitos alcanza a la totalidad de los partidos existentes. Incluso aquellos considerados mainstream pueden ser calificados de populistas en virtud de algunos -o muchos- de sus discursos y/o prácticas políticas.

De hecho, el mayor punto de consenso es que el término «populismo ha sido siempre usado en un sentido negativo por las élites gobernantes para caracterizar cualquier forma de oposición que reclame representar la voz del pueblo» (Benveniste, 2016). Es más, el uso particular de populismo suele estar vinculado con el objetivo explícito de incorporar bajo su paraguas a proyectos políticos tanto de izquierdas como de derechas. Uno de los autores más citados sobre la temática, Cas Mudde, ha definido el populismo como una ideología débil que conceptualiza la sociedad como separada en última instancia en dos grupos homogéneos y antagonistas, el pueblo puro frente a la élite corrupta, y que hace hincapié en que la política debería ser una expresión de la voluntad general del pueblo (Mudde, 2007). Lo que sucede es que esta definición, ampliamente utilizada por los partidos mainstream y sus correligionarios en las tertulias, podría ajustarse a la totalidad de los partidos actualmente existentes. O, al menos, a los que interese al interlocutor de turno.

En cualquier caso, es razonable pensar que es peligroso reducir el fenómeno de la extrema derecha a una combinación de estilos comunicativos de ideología débil y que carecen de sustancia política. Las caricaturas, que por defecto subrayan y exageran aspectos ciertos, tienden a considerar, por ejemplo, a Le Pen y a Mélenchon como equivalentes por coincidir en determinadas estrategias discursivas que incluyen la construcción de antagonismos tales como pueblo frente a corrupción o por echar mano ambos de las nuevas formas de comunicación que permiten evitar a los grandes medios empresariales. El diagnóstico limitado que eso supone nos lleva a banalizar a la extrema derecha. Y es que el problema reside, sencillamente, en que en términos de contenido político la extrema derecha no sólo es antagónica de la izquierda y de sus diferentes formas sino que lo es también de la democracia y los derechos humanos.

En realidad, Mudde entiende que el populismo es sólo una de las características de los partidos de la familia de la derecha radical europea, siendo el nativismo y el autoritarismo otras dos. El nativismo sería «una ideología que considera que el Estado debería ser poblado exclusivamente por miembros del grupo nativo (“la nación”) y que los elementos no-nativos (personas e ideas) son fundamentalmente una amenaza a la homogeneidad del Estado-nación», lo que puede incluir una combinación de nacionalismo y xenofobia (Mudde, 2007). Por su parte, el autoritarismo sería entendido como la disposición general a glorificar -y a ser su subordinado acrítico- de una figura autoritaria del grupo, tomando una actitud de castigo hacia el resto en el nombre de alguna autoridad moral. Probablemente estas características son las adecuadas para clasificar a los diferentes partidos de extrema derecha pero desde luego son suficientes para comprobar que estos proyectos políticos son opuestos a los Derechos Humanos, tal y como han sido defendidos desde 1948 precisamente al calor del antifascismo.

Ahora bien, en toda gran mentira siempre hay algo de verdad. Sí hay algo que tienen en común las nuevas formas de fascismo y de socialismo, o la llamada nueva derecha y nueva izquierda. Concretamente es su procedencia y/o causa: son ambas expresión de la necesidad del pueblo de protegerse ante cambios y circunstancias económicas frente a los que se sienten vulnerables. La diferencia, esencial desde el punto de vista propositivo, es que la derecha tiende a concebir el pueblo culturalmente, como nación, y la izquierda lo hace económica o políticamente, como clase o sujeto soberano. ¿Pueden entonces los cambios económicos explicar el auge de las nuevas formas de extrema derecha y fascismo en Europa?

A juicio de autores como Hanspeter Kriesi (2008, 2014), las precondiciones últimas para el auge de la extrema derecha o de posturas populistas son de naturaleza fundamentalmente económica. Por una parte, el populismo habría aprovechado la estructura de oportunidad que le brinda la actual crisis de la democracia política liberal, caracterizada por la creciente desconfianza en el sistema de partidos y, en particular, en los partidos políticos gobernantes. En efecto, los partidos políticos habrían dejado de ser el enlace efectivo entre la sociedad civil y las instituciones donde se toman las decisiones. Además, la mediatización de la política habría reducido el papel de los propios partidos, quedando estos como meros reflejos de los candidatos y líderes políticos. Por otra parte, detrás de esta crisis institucional estarían las recientes transformaciones económicas globales. De un lado, la nueva arquitectura institucional supranacional –como la Unión Europea- habría disminuido el margen de actuación económica de los parlamentos. De otro, la globalización habría provocado una división global y nacional entre ganadores y perdedores que conformará el potencial social y electoral de todos los partidos.

Como se puede observar, esta interpretación deriva la crisis política de una trayectoria económica de más largo alcance. No se trata de un determinismo sino de la constatación de que las instituciones que regulan el capitalismo a nivel nacional –como los Parlamentos- han quedado relegadas a segundo plano en las últimas décadas a favor de intereses supranacionales que quedan lejos del control ciudadano directo. Pero la globalización no sólo ha alterado las relaciones entre instituciones sino que ha provocado efectos materiales y culturales que son percibidos unitariamente por los diferentes sectores sociales.

En concreto, la globalización ha creado una nueva división en la sociedad: entre perdedores y ganadores. En los países occidentales la desindustrialización, la precarización de las relaciones laborales y la pérdida de calidad de los servicios públicos ha provocado no sólo un incremento de la desigualdad muy notable sino también una percepción subjetiva de perdedores en gran parte de las clases populares. Branko Milanovic ha puesto cifras a los cambios relativos y absolutos en ingresos reales por parte de sectores sociales diversos, expresando muy bien el carácter perdedor de las clases populares y de la clase trabajadora de Europa Occidental. En concreto, los ingresos reales de las clases populares occidentales se han estancado en los últimos veinte años o incluso han caído si descontamos el efecto estadístico que provoca la inmensa población china. Y eso mientras un reducido número de 1.426 individuos súper-ricos y sus familias controlan alrededor del 2% de la riqueza mundial (Milanovic, 2016).

Antes de que se iniciase la revolución neoliberal de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher –previo experimento en la dictadura de Pinochet en Chile- el marco institucional de tipo keynesiano-fordista estaba caracterizado por un intenso control sobre la economía. Las políticas neoliberales rompieron con ese marco y dieron rienda suelta al libre mercado en múltiples aspectos de la vida económica y social que anteriormente no estaban permitidos. Las reformas neoliberales en todas partes del mundo se caracterizaron por privatizaciones, liberalizaciones de sectores protegidos, desregulación de prácticas anteriormente prohibidas y, en suma, la mercantilización de múltiples espacios vitales. La agudización de la competición económica provocó un rápido reajuste de las estructuras productivas y de los mercados de trabajo, llevando a la desaparición de las unidades no competitivas. En ese contexto el nuevo marco de competición económica globalizado favorece a los sectores con más cualificación formal, mejor preparados para un mercado de trabajo global, y perjudica a los de menor cualificación y a los otrora protegidos por las políticas del Estado-nación. De otro lado, la globalización es percibida como una amenaza al estándar de vida de los nativos y es sentida como competición económica y cultural al mismo tiempo. Finalmente, la competición política implica la pérdida de soberanía y de autonomía del Estado en un nuevo contexto internacional de omnipresencia de las empresas transnacionales y entidades supranacionales. En este enfoque, cabe insistir, los ciudadanos no perciben las amenazas materiales y culturales como fenómenos distintos (Hanspeter Kriesi, 2008).

Cabe entonces preguntarse si los perdedores de la globalización son o no la posible base social de las organización políticas de extrema derecha. O, dicho de otra forma, ¿pueden las actuales condiciones económicas fundamentar el retorno del fascismo en cualquiera de sus formas?

Karl Polanyi y el fascismo

El fascismo como ideología y como proyecto político civilizatorio nació en Italia en la década de 1920 de la mano de Benito Mussolini, quien había sido un militante y dirigente del partido socialista. El fascismo surgió como consecuencia de la crisis del sistema parlamentario y en el contexto europeo de entreguerras, si bien posteriormente fue exportado y readaptado en países como Alemania y España, al calor de la Gran Depresión y de las devastadoras consecuencias del Tratado de Versalles de 1919. En Alemania y España el fascismo tomó las formas singulares de nacionalsocialismo y nacionalcatolicismo respectivamente -y no por casualidad tanto el régimen nazi alemán como el fascista italiano brindaron un fuerte apoyo militar y económico a los franquistas sublevados contra la legítima II República de España en 1936.

Mucho antes de que autores actuales como Kriesi señalaran a los fenómenos económicos como posible causa del auge de la extrema derecha, la tradición marxista ya había recorrido ese trayecto. Los teóricos marxistas del siglo XX, entre ellos tempranamente León Trotski, consideraron al fascismo como una de las formas en las que se manifestaba las contradicciones del capitalismo. Según las tesis de la II Internacional, el capitalismo caería por su propio peso víctima de sus contradicciones y por lo tanto el fascismo, bajo este esquema, era una vía de salvación del capitalismo para evitar la llegada del socialismo. De ahí que la doctrina socialista durante los años veinte considerara por igual a fascistas y burgueses; hasta que en 1935 la III Internacional modificó esa estrategia y cambió de política para promover frentes populares contra el fascismo, aunque ello implicara alianzas con partidos liberales o reformistas[1]. Sin embargo, la visión teórica más completa y elaborada sobre el fascismo fue de un autor no marxista llamado Karl Polanyi.

Karl Polanyi nació en Viena en 1886 en el seno de una familia judía. En 1933 tuvo que emigrar a Londres huyendo del fascismo alemán, y en 1935 publicaría La esencia del fascismo (Polanyi, 2013) y en 1944 La gran transformación (Polanyi, 2012). Ambas obras, especialmente la segunda, representan la visión más completa sobre el auge del fascismo. Polanyi compartía con los autores marxistas que el fascismo era una tabla de salvación del capitalismo; consideraba que era una vía necesaria para los capitalistas porque los partidos socialistas no dejaban de ganar terreno electoral a medida que se iba conquistando el sufragio universal. El fascismo sería así, ante todo, un proyecto para suprimir la democracia y evitar la revolución socialista, permitiendo de ese modo salvaguardar la propiedad privada de los medios de producción al precio de destruir la individualidad y la autonomía de las personas.

Pero lo relevante del análisis de Polanyi era la explicación de por qué el fascismo encontraba tantos adeptos. Según él, las transformaciones sociales del siglo XIX habían producido una autonomización de la esfera económica sobre la política. Hasta entonces las sociedades humanas siempre habían subordinado la esfera económica a la esfera política. Aunque las sociedades preindustriales habían contado siempre con la existencia de mercados, éstos estaban subordinados a otros principios rectores de carácter social. Por ejemplo, en las sociedades de cazadores-recolectores existían mercados pero dentro de un orden social en la que imperaban principios rectores no mercantiles. No obstante, dice Polanyi, con la revolución industrial y las transformaciones del siglo XIX la esfera económica se emancipó y se convirtió en el principio rector de la sociedad en su conjunto. Pasamos de la subordinación de la economía por la sociedad a la de la sociedad por la economía.

Esas transformaciones descritas por Polanyi implican la ausencia de límites para la mercantilización, esto es, para la conversión en mercancía de todo producto o recurso humano o natural. Cualquier producto definirá su existencia y valor en función de relaciones mercantiles, incluyendo el ser humano o la tierra. Esta existencia de un gran mercado autorregulado que se debe únicamente a su dinámica mercantilizadora conllevará la desestructuración de la sociedad -entendida como relaciones entre personas y no sólo entre productores. Por eso para Polanyi el proyecto liberal es utópico, pues aspira a construir un sistema de relaciones mercantilizadas que nunca podría instaurarse sin poner en peligro la sociedad misma. Y, añadirá Polanyi: antes de que eso suceda los sectores sociales más dañados por esa utopía reaccionarán buscando vías para protegerse. Esas vías son las que expresaban La Gran Transformación de los años treinta: comunismo y fascismo. Ambas vías comparten la aspiración de controlar la economía, de limitar su dinámica destructora de la sociedad. Como decía él mismo, «básicamente hay dos soluciones: la extensión del principio democrático de la política a la economía [socialismo] o la completa abolición de la esfera política democrática [fascismo]» (Polanyi, 2013).

Según este enfoque, el fascismo es parte de los contra-movimientos naturales que impulsa la propia utopía liberal. Desde esta óptica el fascismo es, como el comunismo, hijo del liberalismo. La diferencia radica en que el fascismo pretende salvar al capitalismo de sus propias contradicciones, manteniendo la propiedad privada de los medios de producción y acabando con toda la vida socialista que exista. Por eso también deduce Polanyi que el triunfo del liberalismo sobre el fascismo no es el triunfo de la democracia, puesto que el liberalismo es la causa del desmoronamiento social que da alimento al fascismo. El triunfo de la democracia sólo podría conseguirse cuando se alcance el socialismo –que es la máxima expresión de la individualidad y la autonomía individual, en los términos expresados por Marx.

De acuerdo con la tesis de Polanyi, así como con las interpretaciones marxistas, el fascismo es un fenómeno social histórico y singular pero que obedece a causas económicas enraizadas en la dinámica del capitalismo. Eso significa que la repetición de la experiencia fascista sería posible porque las causas y la dinámica que entonces dieron lugar al fascismo del siglo XX siguen rigiendo en las profundidades de nuestras sociedades.

Si Polanyi está en lo cierto, los intentos de construir una sociedad de mercado (donde el mercado regula cada vez más aspectos de nuestra vida: relaciones laborales, servicios esenciales, recursos naturales, relaciones vitales, etc.) llevarían a contra-movimientos de defensa o auto-protección de los sectores o clases sociales más perjudicadas por esa dinámica. O, lo que es lo mismo, las nuevas formas de fascismo tendrían que tener un vínculo especial con lo que Kriesi o Milanovic llaman los perdedores de la globalización o, de forma más específica, con lo que clásicamente hemos llamado clase trabajadora –que es la principal perjudicada del desempleo, la precariedad, las desindustrializaciones, privatizaciones y otras prácticas liberales.

El caso francés: de 1972 a 2017

Las raíces de la extrema derecha francesa tenemos que encontrarlas en la triada que conforma la experiencia de Gobierno colaboracionista de Pétain durante la ocupación nazi, la guerra de Argelia y la contrarevolución a mayo del 68 (Benveniste y Pingaud, 2016). Ahora bien, el Frente Nacional se creó en 1972 como una coalición electoral de organizaciones que compartían rasgos esenciales procedentes de aquellos tres hitos, siendo su líder fundador Jean Marié Le Pen, antiguo diputado de la extrema derecha que había entrado en la Asamblea Nacional al calor de la independencia de Argelia. Tras diez años de insignificantes resultados, el crecimiento del FN tuvo lugar en los ochenta en el marco de la oposición al gobierno de coalición de izquierdas y con un marcado discurso anti-inmigración y pro-mercado (Bornschier, 2008). Para entonces, el número de franceses que creían que había demasiados inmigrantes ya era mayoría –y no ha crecido significativamente desde entonces. Ya en 1977 el Gobierno anunció un plan de repatriación de inmigrantes que fue abandonado por la presión de la izquierda, poniendo de relieve que el discurso anti-inmigración no procedía sólo desde los márgenes del espectro político. Desde entonces hasta 2011 el Frente Nacional fue modulando su discurso progresivamente para vincularlo más expresamente a los sectores sociales nativos más vulnerables, abandonando las posiciones pro-mercado y declarándose totalmente anti-europeísta.

En 2011 un conflicto interno llevó al poder a Marine Le Pen, hija del anterior líder pero enfrentada internamente a la vieja guardia. Con ella al timón, el FN inició un proceso de reforma interna que implicó la depuración de los sectores más vinculados al discurso anti-inmigración, un control más estricto de la imagen del partido y un cambio de estrategia discursiva. En el nuevo discurso se han acentuados los rasgos antiglobalización, anticapitalistas y antiUE, mientras que ahora el eje no son los inmigrantes, a quienes se considera víctimas del interés de las grandes corporaciones en la búsqueda de mano de obra barata, sino el discurso anti-Islam. Eso entronca con la enorme cantidad de organizaciones de extrema derecha que, desde mucho antes que el FN, han ido señalando al Islam como la amenaza más grande del pueblo francés. Entre esas organizaciones se encuentran instituciones privadas ultracatólicas, organizaciones directamente fascistas y todo tipo de pequeños grupúsculos de activistas de extrema derecha. Todo ello se interpreta a partir del concepto más nativista, articulado por la idea de nación francesa. De hecho, los votantes del FN tienen altos niveles de intolerancia hacia inmigrantes y extranjeros (Mayer, 2014).

La economía francesa se ha visto afectada también por la globalización ya desde los años setenta, que ha ido cristalizando en una fuerte desindustrialización y retroceso en los derechos laborales. El Gobierno de coalición de Mitterrand en 1981 supuso la esperanza para muchas de las víctimas de esas transformaciones, pero en 1984 el giro neoliberal del Partido Socialista supuso un duro impacto en la economía y en la estructura social francesa. Especialmente golpeados fueron los sectores menos cualificados, a pesar del programa de anestesia de los gobiernos estatales –principalmente basado en ayudas para prejubilaciones- (Bornschier, 2008). Desde entonces el acceso al empleo es cada vez más difícil para los jóvenes y para los menos cualificados. Todo un potencial enorme para el crecimiento de las nuevas formas de fascismo, aunque también para vías alternativas como el comunismo. Sin embargo, la batalla de momento la gana de goleada la extrema derecha.

En los setenta, la densidad de una persona con respecto a la clase trabajadora (el grado de relación con personas de la clase trabajadora) predecía electoralmente el voto para la izquierda y especialmente para los comunistas. Hoy, sin embargo, predice mejor la probabilidad de votar a la extrema derecha (Mayer, 2014). Las causas de la desafección de la clase trabajadora pueden encontrarse en las políticas del Partido Socialista, en el declinar del sueño comunista y por tanto del apoyo al Partido Comunista Francés, y en las transformaciones industriales que han fragmentado y dispersado a la clase trabajadora. Efectivamente, al paso de estas transformaciones la conciencia de clase se ha ido evaporando también. En 1966 casi un cuarto de la población francesa decía reconocerse en la clase trabajadora, mientras que en 2010 ese porcentaje se redujo al 6% (Mayer, 2014).

No obstante, la sensación de vulnerabilidad no se limita sólo a la clase trabajadora. Alcanza a otros sectores sociales y cristaliza también en aspectos culturales. La sensación dominante es, en cualquier caso, de empeoramiento de condiciones de vida. Durante los llamados Treinta Gloriosos sólo el 28% de los franceses creían que vivían peor que cinco años antes. En 1981, cuando la izquierda ganó las elecciones presidenciales, el porcentaje alcanzó el 50%. En 1993 ya estaba en el 60%. En 2010 el porcentaje era del 71% y alcanzaba el 74% en el caso de la clase trabajadora (Mayer, 2014).

No podemos ver el reciente crecimiento del Frente Nacional como consecuencia de la presente crisis sino como el resultado de factores estructurales de más largo recorrido. Pero también se ha visto facilitado por factores coyunturales, como la crisis de la izquierda en general. El Partido Socialista Francés ha decepcionado a gran parte de su electorado hasta el punto de que ha sufrido rupturas por derecha e izquierda en muy pocos años y ha descendido hasta la quinta posición en las últimas elecciones presidenciales. Por su parte, el Partido Comunista Francés y la izquierda no socialdemócrata se han organizado en coaliciones que han tenido desigual impacto, hasta que en 2017 han conseguido quedar en cuarto lugar con un resultado histórico del 19,6% en una candidatura encabezada por Jean Luc Mélenchon.

Este último evento pone de manifiesto una novedad en el panorama francés que también alumbra posibilidades para la izquierda europea e internacional. Un vistazo a los gráficos 2 y 3 nos permite comprobar que a efectos de variables socioeconómicas la competición entre la nueva derecha y la nueva izquierda parecen darse en el mismo terreno. Esto no sería sino un hecho que abunda a favor de la tesis de Polanyi y la interpretación marxista sobre el fascismo.

Por un lado, los votantes de Le Pen y Mélenchon son los más jóvenes de todos los candidatos que se presentaron en la primera vuelta, aunque seguidos muy de cerca por Macron. Parece evidente que entre los más jóvenes, igual que pasa en España, el sistema de partidos tradicional está condenado. Y lo está por las razones más arriba esgrimidas acerca de la pérdida de confianza en el sistema de partidos y en la percepción mayor de vulnerabilidad que se da entre los jóvenes.

Gráfico 2:

Gráfico 2

Por otra parte, de forma aún más notable las candidaturas de Mélenchon y Le Pen parecen resultar las más atractivas para los ciudadanos con menores ingresos, a los que presuponemos en mayor situación de vulnerabilidad. Resulta significativo que según el votante recibe más ingresos desciende la probabilidad de votar a Mélenchon o Le Pen y se incrementa el de votar a Macron o Fillon.

Gráfico 3:

Gráfico 3

Finalmente, Mélenchon se sitúa en segunda posición entre los obreros y también entre los empleados. Le Pen lleva muchos años siendo la líder indiscutible en el conjunto de la clase trabajadora, un sector al que los partidos mainstream (y por lo que vemos, también nuevos espacios como el de Macron) son incapaces de llegar. Las profesiones intermedia y los directivos muestran un reparto mucho más equilibrado, mientras Fillon mantiene una destacada hegemonía entre los jubilados y las jubiladas.

Gráfico 4:

Gráfico 4

Conclusiones

El crecimiento de la extrema derecha debería preocuparnos y mucho. El fascismo en sus múltiples formas es una categoría mayor, como bien supieron detectar –aunque quizás tarde- los comunistas de los años treinta del siglo XX. El crecimiento de estas formas de pensamiento político, enraizadas en la intolerancia y el odio al diferente, encuentra su caldo de cultivo en la dinámica de mercantilización propia del capitalismo. Cada paso que avanza el libre mercado, ahogando los espacios vitales y condenando al desempleo y la precariedad a las clases populares, el fascismo encuentra más posibilidades donde arraigar.

El fascismo mantiene una conexión vital con el liberalismo. Por un lado, es consecuencia del utópico proyecto liberal. Por otro lado, es también el último recurso que tienen los capitalistas para mantener a salvo la propiedad privada de los medios de producción. Como bien señalaba Olmo en Novecento, la inmejorable película de Bertolucci, «los fascistas no son como los hongos que nacen así en una noche. Han sido los patronos los que han plantado a los fascistas. Los han querido, les han pagado y con los fascistas los patronos han ganado cada vez más hasta no saber dónde meter el dinero».

El discurso oficial o mainstream sobre el populismo no sólo banaliza la importancia y la gravedad del auge de la extrema derecha sino que busca su legitimación por comparación con otros proyectos políticos procedentes de la izquierda. La categoría de populismo no sólo es estéril a efectos descriptivos sino que oscurece la realidad subyacente. Es mucho más adecuado hablar de extrema derecha o de nuevas formas de fascismo.

El crecimiento de la extrema derecha se produce por alimentación de la rabia y frustración de las clases populares y, particularmente, de la clase trabajadora. En el contexto actual son los perdedores de la globalización los que forman la legión de votantes de los partidos de extrema derecha. Y eso no es el resultado inevitable de la historia, sino una derrota política y cultural de la izquierda anticapitalista. El reciente caso francés representa una esperanza porque compite en el mismo terreno socioeconómico y de clase, pero no hay nada escrito de antemano.

Sin embargo algo sí parece seguro. Las transformaciones sociales y económicas de las últimas décadas, bajo el paraguas de la globalización, parecen llevarse por delante tanto a los sistemas tradicionales de partido como a las instituciones supranacionales que les han dado amparo. La irrupción de nuevos partidos y de nuevas formas políticas no parece haberse agotado ni ser previsible hasta que las causas originales, relacionadas con las privaciones provocadas por el capitalismo, hayan desaparecido.

Bibliografía

  • Benveniste, Annie, Gabriella Lazaridis y Giovanna Campani (2016), “Populism: the concept and its definitions”, en: Gabriella Lazaridis, Giovanna Campani, Annie Benveniste (eds.), The Rise of the Far Right in Europe, Palgrave Macmillan, London.
  • Benveniste, Annie y Ettiene Pingaud (2016), “Far-Right Movements in France: The Principal Role of Front National and the Rise of Islamophobia”, en: GabriellaLazaridis, Giovanna Campani, Annie Benveniste (eds.), The Rise of the Far Right in Europe, Palgrave Macmillan, London.
  • Bornschier, Simon (2008), “France: the model case of party system transformation”, en: Kriesi, Hanspeter et al., West European Politics in the Age of Globalization, Cambridge University Press, Cambridge.
  • Kriesi, Hanspeter,  Edgar Grande, Romain Lachat, Martin Dolezal, Simon Bornschier y Timotheos Frey (2008), West European Politics in the Age of Globalization, Cambridge University Press, Cambridge.
  • Kriesi, Hanspeter (2014): “The Populist Challenge”: Western European Politics, pp. 361-378.
  • Milanovic, Branko (2016), Global Inequality, Harvard University Press, Cambridge.
  • Mayer, Nonna (2014), “The Electoral Impact of the Crisis on the French Working Class”, en: Larry Bartels y Nancy Bermeo (eds.), Mass Politics in Tough Times, Oxford University Press, New York.
  • Mudde, Cas (2007), Populist Radical Right Parties in Europe, Cambridge University Press, Cambridge.
  • Polanyi, Karl (2012), La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Fondo de Cultura Económica, México DF.
  • Polanyi, Karl (2013), La esencia del fascismo, Escolar y Mayo, Madrid.
  • Sánchez Moreno (2013), Alejandro, José Díaz. Una vida en lucha, Almuzara, Córdoba.

[1] Quien quiera conocer las implicaciones que tuvo ese cambio de política en España recomiendo el libro de Alejandro Sánchez sobre el secretario General del Partido Comunista de España entre 1934 y 1944, Pepe Díaz, y la recopilación de textos del dirigente sevillano (Sánchez Moreno, 2013).