Por Juan Torres López y Alberto Garzón Espinosa

La impresionante subida de los precios de los alimentos está produciendo una gravísima debacle en el mundo entero. Estamos ante un momento de emergencia mundial que, en palabras del presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, puede provocar la muerte de «millones de personas en breve».

El hambre se extiende velozmente por los países pobres provocando importantes revueltas populares de protesta, que ya han producido muertos en Haiti y la intervención del ejército en Pakistán. Además, la situación de pobreza se está agravando seriamente y, según la ONU, más de 100 millones de personas van a sufrir especialmente esta crisis alimenticia.

A pesar de la magnitud de este problema, los políticos y economistas occidentales se mantienen impasibles. De hecho, se sabía que esta crisis iba a tener lugar y no se ha actuado en ningún momento para evitarla. Es más, en realidad los grandes culpables y responsables de la actual situación son las entidades y organismos supranacionales que ahora se muestran tan sobrecogidos por la dimensión de la crisis alimenticia.

Responsables y cómplices porque ellos han diseñado, fomentado y fortalecido la estrategia de las multinacionales destinada a sustituir la agricultura tradicionalmente orientada a la alimentación por la producción de biocombustibles con la excusa de disponer de fuentes de energía más sostenibles medioambientalmente en los países ricos.

Así, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ha advertido que las reservas mundiales de cereales caerán a su nivel más bajo en 25 años.

De esa manera se ha abierto un nicho de mercado muy rentable, gracias a la alta demanda que generan los países ricos, pero a costa de producir hambre en multitud de países. O, dicho de una manera más clara, como hace Jean Ziegler, portavoz especial de las Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, cometiendo un auténtico «crimen contra la humanidad».

Para colmo, esta crisis alimenticia de proporciones gigantescas se ve agudizada profundamente por la crisis financiera que comenzó el verano pasado y que ha encarecido los créditos y aumentado los costes financieros.

Como respuesta a la incertidumbre imperante con respecto a las entidades crediticias, y gracias a las continuas inyecciones de liquidez de los bancos centrales (que en lugar de solucionar el problema financiero lo que hacen es prestar más recursos a los grandes financieros para que sigan llevando a cabo sus actividades especulativas), los inversores están dirigiendo actualmente sus operaciones hacia el mercado de futuros para las materias primas.

Estas inversiones puramente especulativas en el mercado de futuros están produciendo alzas impresionantes en los precios básicos, y están agravando con ello aún más los problemas a los que se enfrentan millones de personas a la hora de comer.

Así, el Banco Mundial estima que los precios de los alimentos han subido un 83% de media en los últimos tres años, y que en el caso del trigo el incremento ha sido de un 120% con respecto al año anterior. Subidas que se prevé sigan produciéndose si no se corta de raíz la deriva especulativa de los mercados.

Como es lógico, son las clases sociales más desfavorecidas quienes sufren las peores consecuencias de estas subidas de precios, pues mientras que en los países ricos las familias destinan aproximadamente un 10% de los ingresos al consumo de alimentos, en algunos países subdesarrollados esta proporción puede llegar a alcanzar el 80%.

En este contexto, los grandes organismos internacionales muestran una vez su radical inoperancia. No sólo han contribuido a crear las condiciones que han provocado el desastre sino que han sido incapaces de prever lo que iba a ocurrir y, ahora, se limitan a hacer propuestas evasivas o claramente insuficientes.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) sólo se muestran preocupados por las cuestiones financieras y el Banco Mundial (BM) ha advertido del peligro de disturbios que podrían poner en peligro la estabilidad de los distintos países pero sin detenerse a estudiar la causa última de los mismos, limitándose a solicitar a los países ricos que realicen donaciones monetarias para paliar la crisis que serán insuficientes y que no solucionarán los problemas estructurales de las economías destinatarias.

La FAO, por su parte, destinará 17 millones de dólares para ampliar su sistema de información sobre el mercado de productos alimentarios. Una cifra ridícula en comparación con las millonarias sumas de dinero que los Bancos Centrales de los países ricos han inyectado en los sistemas financieros para salvar los extraordinarios beneficios bancarios y que ponen de bien claramente de relieve que las prioridades de los poderosos son otras: les preocupan los quebrantos financieros de los ricos pero no el hambre de millones de empobrecidos.

Que nadie se extrañe, entonces, si los miserables se toman algún día la libertad de arrebatarles como sea sus inmorales privilegios.

Editorial de Altereconomía.org, mes de Abril