Parte I de la serie Introducción a la economía capitalista

Decía el catedrático de economía David Anisi que “la actividad económica podría visualizarse (…) como la elaboración y consumo de un gran caldero de sopa: alguien prepara el fuego, otros ponen los ingredientes, aquellos remueven y vigilan la cocción, y una vez condimentada llega la hora del reparto. Unos reciben cucharillas pequeñas, otros cucharas, otros cucharones, aquellos otros cazos, y algunos hasta cubos, para poder retirar del caldero su parte. Y en principio nada hay que relacione de forma necesaria la contribución a la elaboración del caldo con la capacidad del utensilio entregado para poder consumirlo” (Anisi, 1994). Como él mismo indicaba, esta metáfora describe las tres preguntas que la economía debe responder: ¿qué producir?, ¿cómo hacerlo? y ¿para quién esa producción?

Efectivamente, cualquier sociedad organiza su economía para dar una respuesta a esas tres preguntas, y en función de cómo responda a las mismas vivirá en uno u otro sistema económico. En la actualidad vivimos bajo el sistema económico capitalista, que es diferente al sistema económico esclavista, el feudalismo o el comunismo precisamente por las respuestas que ofrece a tales interrogantes. Los primeros economistas en intentar entender el sistema capitalista fueron los autores clásicos (Smith, Ricardo, Malthus, Marx…), que elaboraron los primeros modelos económicos para entender cómo funcionaba una sociedad de tipo capitalista. Desde entonces y durante más de 200 años todos los economistas han usado distintos modelos, con diferentes supuestos todos ellos, con los que se han enfrentado entre sí en una guerra permanente por ofrecer las mejores explicaciones de la realidad y las políticas económicas más adecuadas para la sociedad en su conjunto o para ciertos sectores de ella [1].

Los economistas clásicos estaban preocupados por la distribución entre clases sociales y en cómo afectaba eso al futuro del sistema, es decir, al crecimiento económico. Según ellos se puede distinguir dos clases sociales básicas: capitalistas y trabajadores. Los primeros poseen los medios de producción (las empresas), y los segundos tienen que ofrecerse en el mercado de trabajo a cambio de un salario. Los trabajadores son trabajadores porque no pueden vivir sin “venderse” en el mercado, mientras que los empresarios no tienen necesidad de hacerlo. Este es el punto de partida de los clásicos, que por lo tanto, y en un proceso de abstracción, reducen a las personas a su distinta posición social en el sistema económico.

¿Qué es el crecimiento económico?

El crecimiento económico es el objetivo fundamental del capitalismo, sin el cual éste no puede existir. El crecimiento es técnicamente la ampliación de la capacidad productiva de la sociedad, es decir, la mejora del bienestar material de una sociedad. El crecimiento permite nuevas tecnologías y construir las mismas cosas en menos tiempo, permitiéndonos de ese modo disfrutar de nuevos productos y servicios que hasta entonces no estaban a nuestro alcance. El capitalismo, dado que promueve el crecimiento constantemente, ha sido considerado siempre un sistema económico altamente “positivo” incluso por los marxistas [2].

Pero el crecimiento no es un resultado azaroso sino que depende, ante todo, de la capacidad para reinvertir parte de la producción. Cuando los capitalistas contratan a los trabajadores los incorporan a un proceso de producción por el cual se transforman unos inputs (materias primas) en un output (producción final). Y el valor monetario de esa producción final se llama producción.

Volviendo a un nivel de empresa lo que nos interesa saber es qué contribuye al proceso productivo. Sabemos que los trabajadores participan, pero también que no lo hacen solos sino que utilizan maquinaria puesta por el empresario. Por eso se dice que en un proceso productivo se encuentran conjuntamente el Trabajo (N) y el Capital (K). Por capital hay que entender a toda máquina (o medio de producción) cuyo uso permite obtener un flujo de renta futura [3].

Ahora bien, sabemos que el capitalista es el propietario legal de los medios de producción y del propio trabajador, y por lo tanto es él quien decide qué hacer con esa producción y cómo distribuirla. Una parte de esa producción se dedicará a reponer el capital gastado en el proceso (se llama consumo productivo o depreciación), otra parte se la queda el empresario para sus gustos personales (se llama consumo improductivo) y finalmente otra parte se reinvierte (inversión neta). Esa parte que se reinvierte se dedica para la compra de nuevo capital y para investigar mejores tecnologías. Es precisamente este último componente (la inversión neta) la que determina el grado de crecimiento económico, razón por la cual se considera que la acumulación de capital (inversión neta) es la clave de la disciplina.

Piénsese por ejemplo que un proceso productivo no tuviera inversión neta (acumulación de capital). Hay dos posibilidades. La primera, que tampoco hubiera excedente. Eso quiere decir que todo lo producido se dedicaría a consumo productivo, es decir, a reponer lo gastado y volver a producir de nuevo exactamente igual. La segunda posibilidad es que haya excedente pero que se dedique completamente a consumo improductivo. En ese caso la sociedad produce más de lo que necesita para producir otra vez, pero no dedicaría recursos a la investigación de tecnologías ni a mejorar el proceso productivo, por lo que el siguiente proceso de producción sería también exactamente igual que el anterior. Marx llamó a ambas opciones proceso de reproducción simple, porque permitía a la sociedad subsistir pero no incrementaba la capacidad productiva [4].

Por el contrario, el proceso en el que sí existe inversión neta o acumulación de capital es conocido como reproducción ampliada.

En definitiva, el proceso de crecimiento depende del proceso de acumulación, de forma que el capitalista enfrenta una decisión de tipo “trade-off” (de intercambio de suma cero; tiene que elegir una combinación de ambas opciones) entre reinvertir (acumular) y consumir.

El motor del crecimiento económico

Sabemos que el trabajador entra en el proceso productivo por mera supervivencia, ya que de lo contrario está condenado a la muerte por inanición, pero ¿qué lleva a un capitalista a invertir parte de su riqueza y además hacerlo de forma constante o incluso creciente?

La respuesta es sencilla: el afán de lucro. Los capitalistas invierten parte de su dinero en el proceso productivo porque obtienen una rentabilidad. Eso quiere decir que si introducen en el proceso productivo un total de 1000 euros lo que están buscando es que a la vuelta haya una cantidad de producción en valor monetario superior a 1000 euros. Están buscando una ganancia. Por eso la tasa de ganancia (que mide la proporción de beneficio en relación a la cantidad de inversión) es una variable fundamental de la economía, pues si no es suficientemente alta los capitalistas no invertirán y el proceso productivo entrará en crisis.

Además, los capitalistas no dejan de invertir porque están presionados por la competencia. Si un panadero reinvierte una parte de su excedente y mejora sus medios de producción ello le permitirá hacer el pan más rápido y por lo tanto incluso rebajar el precio por unidad. Si el competidor del panadero no ha hecho lo mismo (reinvertir) estará condenado a la quiebra (asumiendo comportamientos razonables por los consumidores, que preferirán comprar el pan más barato).

Habiendo visto ya la ganancia nos queda por resolver el aspecto salarial. Efectivamente, los trabajadores no morirán porque trabajan y, concretamente, porque reciben un salario a cambio de ese trabajo que les permitirá adquirir los bienes de consumo suficientes. Sabemos que es el capitalista el que determina el nivel de salarios, al menos en ausencia de normativa institucional (leyes de salario mínimo, etc.), pero los economistas clásicos entendían que ese salario tendía hacia un nivel considerado de subsistencia. El salario de subsistencia era aquel que permitía a los trabajadores sobrevivir, y no más, porque al igual que el capitalista quería maximizar su ganancia (y por lo tanto rebajar los salarios) también le interesaba que sus trabajadores no murieran. Las presiones del “ejército industrial de reserva” (término acuñado por Marx), que era el conjunto de trabajadores sin empleo, hacia que el salario se moviera en la dirección de reducirse hasta el nivel de subsistencia. Malthus, Ricardo y Marx, entre otros, discutieron mucho sobre este punto, hasta terminar considerando lo ya apuntado: el salario, en el largo plazo, tiende hacia un nivel fijo.

En cualquier caso interesa volver a la notación del esquema. La producción bruta puede desdoblarse en dos partes: la parte salarial y la parte empresarial. Así, sabiendo que Z son Beneficios Brutos y que W son Salarios, la producción bruta es: X = Z + W. En los beneficios brutos entran los beneficios netos más la depreciación, de modo que si consideramos que R es el beneficio neto y D la depreciación tenemos las siguientes opciones:

X = W + Z;

X = W + (R + D);

Y = X – D;

Y = W + R;

Esto significa que el capitalista enfrenta otro trade-off, esta vez entre la cantidad que dedica a salarios y la cantidad que dedica a beneficios. Si tenemos en cuenta ambos trade-offs lo que concluimos es que el proceso de producción completo está marcado por el siguiente resumen:

El capitalista compra capital (maquinaria), K, y alquila trabajo (trabajadores), N, de modo que en el proceso de producción participan K y N. Los trabajadores utilizan los medios para producir una cantidad mayor de producción final, X. Dado ese valor de producción el empresario tiene que decidir cuánto paga en concepto de salarios, W, y cuánto se queda en concepto de beneficios brutos, Z. Una vez se queda con los beneficios brutos, Z, repone el capital gastado o la depreciación, D, quedándose finalmente con el beneficio neto, R. Y ahora tiene que elegir cuánto dedica a consumo improductivo, Cc (consumo capitalista), y cuánto a inversión, I.

Hasta aquí tenemos ya algunas piezas fundamentales de nuestro modelo (trabajadores y capitalistas) y el motor que hace funcionar al sistema (la tasa de ganancia), es decir, que permite la existencia de crecimiento económico. Ahora veremos cómo los economistas han utilizado estas piezas y otras nuevas para construir sus propios modelos económicos o maquetas de la realidad. Ello nos permitirá entender los modelos actuales y también entender las relaciones que existen entre diferentes conceptos (productividad, coeficiente capital-trabajo, coeficiente output-capital, etc.). En la próxima anotación.

Notas:

[1] Los autores clásicos comienzan con A. Smith, e incluyen a D. Ricardo, T. Malthus, J. S. Mill y K. Marx, lo que los sitúa entre el siglo XVIII y siglo XIX. Antes de ellos ya pensaron sobre economía muchos otros, especialmente los fisiócratas de F. Quesnay, de principios del XVIII. Después de los clásicos llegaron los neoclásicos (L. Walras, A. Marshall, A. Pigou, W. Jevons) de finales del siglo XIX y principios del XX. Con la Gran Depresión llegan las ideas de Keynes y el llamado keynesianismo. Los neoclásicos aceptan parte de la crítica de Keynes y la incorporan a su modelo, con lo que nace la síntesis neoclásica (mediados siglo XX). Durante todo ese tiempo convivirán tres amplias ramas (el marxismo, el poskeynesianismo –que negará la fusión con la teoría neoclásica- y la síntesis neoclásica), de las cuales nacerán más y más ramas.

[2] Marx consideraba que el socialismo era la etapa siguiente al capitalismo, y por lo tanto para llegar al paraíso de los trabajadores era necesario que antes existiera capitalismo y métodos de producción de tipo explotador (donde el capitalista técnicamente explota al trabajador). El desarrollo de las fuerzas productivas llevaría al socialismo, pero sin ese desarrollo sería imposible crear una sociedad sin clases que viviera en condiciones dignas. Marx de hecho consideraba que el socialismo llegaría en la Europa industrial promovido por los obreros industriales. Cuando la revolución llegó en la Rusia zarista, con un sistema económico de tipo feudal y con incipientes estructuras capitalistas, el debate estalló entre los “marxistas legales” (partidarios de industrializar forzosamente primero al país) y los “populistas rusos” (partidarios de “saltarse una etapa”). Este mismo debate se replicó en América Latina, que no había tenido feudalismo en las formas que estudió Marx para Europa, y dio lugar a una separación entre la línea oficial y ortodoxa marxista (y su práctica política en los partidos comunistas) y la línea heterodoxa marxista (y la práctica política de las guerrillas). Esta última línea se conoce como línea neomarxista (Baran, Sweezy etc.) o teoría de la dependencia (Frank, Salama, Fröbel, etc.).

[3] Dos puntualizaciones. En primer lugar lo anterior no quiere decir que participen de la misma manera, ya que para algunas escuelas de pensamiento el capital no crea valor y por lo tanto el único responsable último del crecimiento económico es el trabajador (la teoría laboral del valor, que propugna eso mismo, era mantenida por los economistas clásicos, tanto liberales como marxistas, pero fue rechazada más tarde por los economistas neoclásicos). Y en segundo lugar, hay una unidad de medida para considerar al trabajo (las horas de trabajo o el número de trabajadores) pero no la hay para considerar al capital (ya que es un conjunto heterogéneo de bienes). La “solución” es multiplicar el número de bienes de capital por su precio, pero el problema es que el precio depende asimismo del número de bienes, lo que lleva a un  problema lógico en principio irresoluble. A este respecto hay una controversia llamada “Controversia de Cambridge sobre la teoría del capital” cuya resolución fue propuesta por el economista italiano P. Sraffa y que terminaba por demoler los cimientos del pensamiento neoclásico. No obstante, la mayoría de modelos obvian estos problemas y hacen como si no existieran.

[4] Los antropólogos y algunos economistas multidisciplinares han demostrado que las sociedades de cazadores-recolectores, por ejemplo, eran en realidad sociedades de excedente. Eso quiere decir que producían más de lo que necesitaban. La cuestión es que dedicaban esos excedentes a su consumo propio (consumo improductivo) y no a reinvertirlos, pues sus deseos y necesidades estaban limitados y no tenían el impulso de “crecer” (sobre este tema merece la pena leer el completísimo libro de J. M. Naredo “La economía en evolución”).