Publicado en Huffington Post

A veces parece que el concepto de capitalismo ha escapado de nuestro vocabulario. De hecho, entre los economistas no es hoy una palabra habitual ni en las intervenciones públicas ni en los debates privados. Ni siquiera los sindicatos, la mayoría de los cuales se definen como «de clase», mencionan la bicha. Es más, me consta que estos últimos incluso han obligado a sus trabajadores, y en no pocas ocasiones, a modificar sus informes públicos con el fin de usar palabras más modernas con las que referirse a nuestro sistema económico. Reflejo todo ello de que una falsa ilusión, la de que estábamos instalados en «el fin de la historia», embriagó a casi todo el mundo durante décadas.

Sin embargo, y de forma inevitable, la crisis actual ha vuelvo a relanzar el concepto; a ponerlo en su sitio. Ahora, ya sí, se reconoce públicamente que vivimos en una economía capitalista. Incluso algunos han llegado a anunciar, no sin ingenuidad, la refundación del propio capitalismo, como es el caso del que fuera presidente francés Nicolás Sarkozy.

Este sistema económico está en crisis y, por ende, nosotros estamos en crisis. Los empleos se pierden, los salarios bajan -si bien no los de todos-, y la pobreza y miseria se extienden por las ciudades. Desde el punto de vista técnico sobran empresas y sobran trabajadores, de modo que tenemos empresas sin producir y trabajadores sin trabajar. Son las manifestaciones propias de una crisis capitalista. La crisis irracional de un sistema irracional, como diría David Harvey.

Si aceptamos, por fin, que vivimos en un sistema económico capitalista no tenemos más remedio que asumir que operamos bajo sus leyes y su lógica. Y eso significa que el motor de la economía es la ganancia y, más concretamente, un indicador conocido como tasa de ganancia. Dicho indicador mide la rentabilidad de cualquier operación económica, de modo que es utilizado con frecuencia por las empresas a la hora de tomar decisiones de inversión. A nadie le gusta invertir mil euros y ganar ochocientos. Pero ese indicador también refleja las oportunidades que tiene el capitalismo de seguir creciendo, de seguir extendiéndose ad nauseam.

La crisis actual revela que el capitalismo enfrenta una crisis de rentabilidad [1], lo que se manifiesta en las formas ya comentadas. Las empresas no quieren invertir porque no ven oportunidades de negocio (la tasa de ganancia es insuficiente) y por lo tanto no contratan trabajadores. Al no contratar trabajadores el problema empeora y la crisis se agudiza.

La solución, dentro del sistema, es sencilla: hay que encontrar nuevos espacios de rentabilidad. Y hay dos formas generales de conseguirlo.

La primera es incrementar la capacidad de demanda de los trabajadores, de modo que sean suficientemente ricos para que a las empresas les interese invertir (la tasa de ganancia sea suficiente). En el actual marco regulatorio, con una globalización económica y financiera neoliberal que conlleva un incremento de la competencia frente a países de bajos salarios, parece una opción imposible. Además, enfrentaría otros problemas añadidos y de notable importancia, destacándose la cuestión de la insostenibilidad del modelo de producción y consumo en términos ecológicos.

La segunda es, dentro del marco regulatorio actual, encontrar nuevos espacios de rentabilidad a partir de la destrucción de la esfera de lo público. Acumulación por desposesión o privatización, formas distintas de llamar a lo mismo. Ello significa que los colegios, institutos y hospitales públicos pasan a la esfera privada y se convierten en negocios. El capital privado, detenido por la crisis, encuentra una vía de recuperación a partir del troceo y reparto del Estado de Bienestar. Pero es otra vía muerta, puesto que además del drama social hay que enfrentar un proceso de estancamiento permanente como consecuencia de la insuficiente demanda (¿a quién vender?).

La segunda opción descrita es la vía que ha tomado la derecha económica, sabedora de que representa a los principales beneficiarios de ese proceso. La vieja socialdemocracia, por el contrario, se mantiene a la ingenua espera de que cambie el marco regulatorio y se permita aspirar a una salida humana dentro del sistema capitalista.

Descartando ambas opciones encontramos una alternativa, esta vez fuera del sistema. El reconocimiento de los límites ecológicos y de la naturaleza depredadora del capitalismo, que visualizamos actualmente con mayor intensidad, permite albergar la esperanza de una gestión económica diferente. Una gestión donde es imprescindible el control público y democrático de las grandes empresas y del conjunto del sistema financiero, anulando de esa forma el criterio de la rentabilidad, y un modelo de producción y consumo donde el empleo de recursos sea coherente con los recursos que podemos obtener de la naturaleza. En términos ecológicos no se trata de una opción, sino de una imposición externa. En términos sociales, y si queremos evitar la degradación social de la ciudadanía, también.

Por eso es lógico y sensato declararse anticapitalista. Precisamente porque se ha comprendido, y desde luego no se niega su existencia, al capitalismo.

NOTA:
(1) Sin que esto signifique que necesariamente la caída de la rentabilidad precede a la crisis.