Publicado en Público

Las llamadas leyes del mercado no operan en el vacío sino que se encuentran siempre institucionalizadas, es decir, sujetas a un conjunto de reglas, normas, leyes, valores y costumbres que operan como su límite. En consecuencia, hablar de tal cosa como el libre mercado es tanto una exageración como una utopía. Es una exageración porque siempre hay, aunque sea en grado reducido, algún tipo de regulación. Y es una utopía porque, como advirtió K. Polanyi, cualquier avance de ese mercado autorregulado pone en riesgo el orden social y genera un contramovimiento de protesta/protección que acaba por neutralizarlo.

Afortunadamente, en nuestras sociedades constitucionales la dinámica del mercado está limitada por las normas jurídicas, siendo la Constitución la norma suprema. De no organizarnos así estaríamos aún más expuestos a los caprichos irracionales del mercado, que todo lo sacrifica en aras de una ganancia económica cortoplacista. Las Constituciones, primero, y las leyes, después, moldean y constituyen el diseño institucional en el que vivimos como sociedad. Dicho de otra forma, constituyen las reglas de juego.

Y es cierto que la lucha social, ejercida por los trabajadores, ha conseguido históricamente modificar esas reglas de juego en su favor y consolidar en ellas garantías constitucionales que en otro tiempo no existieron (tanto derechos negativos, tales como el derecho a la libertad de expresión, como derechos positivos, tales como el derecho a las prestaciones sociales). Lo que sucede es que también el desarrollo capitalista requiere la permanente adecuación de estas reglas de juego, las instituciones, a sus propias necesidades. La fuerza salvaje de la lógica capitalista presiona constantemente sobre las instituciones, convirtiéndolas en ineficientes de facto. Este fenómeno de «fuerzas encontradas» permite estudiar las constituciones, y las leyes, como la cristalización de una determinada correlación de fuerzas, en un momento histórico dado, entre trabajo y capital.

De ahí que la reciente avalancha de reformas legislativas, e incluso constitucionales, tenga que ser interpretada como parte de la ofensiva del capital contra los derechos conquistados previamente, es decir, contra aquellos que había logrado afianzar el movimiento obrero. Sólo en España se han aprobado 44 Reales Decreto-Ley en el año 2011, 29 en 2012 y 14 en 2013. La reforma constitucional de 2011 fue, de hecho, una exigencia bastante clara del capital al institucionalizar la prioridad de la devolución de la deuda pública a los mercados por encima de cualquier cosa[1].

Algunas de las nuevas leyes tienen que ver directamente con el proceso de circulación del capital, como son la decena de leyes destinadas a rescatar el sistema financiero o las distintas reformas laborales, y mantienen como objetivo servir a la configuración de un nuevo modelo de crecimiento económico basado fundamentalmente en la precariedad laboral y las ganancias de competitividad derivadas de devaluaciones salariales. Otras leyes han sido aprobadas con propósitos indirectos, como la ley de seguridad ciudadana y la reforma del Código Penal, con objetivos que tienen que ver con la represión, en un sentido amplio, de los movimientos de crítica y protesta social que emergen en contextos como el actual. Un contexto que refleja, sin duda, la ruptura de la paz social.

El obstáculo de la democracia

En la situación actual, de agotamiento del modelo de crecimiento económico español, las exigencias del capital se han radicalizado. Hasta tal punto que la ofensiva es verdaderamente una agresión democrática en toda regla, no un simple retoque menor de algunas leyes. Nos encontramos ante la primacía de lo económico –la lógica capitalista- sobre lo político –la democracia-, de tal forma que el poder político que ejecuta las reformas no renuncia ni a socavar los cimientos democráticos en aras de satisfacer las implacables necesidades del capital.

Un ejemplo paradigmático es el reciente Real Decreto-Ley 14/2013, de 29 de noviembre, de medidas urgentes para la adaptación del derecho español a la normativa de la Unión Europea en materia de supervisión y solvencia de entidades financieras. En este decreto, de apariencia técnica, se esconde una disposición adicional tercera que concede a los alcaldes un poder especial para ignorar al Pleno en aquellos casos en los que pueda ejecutarse un plan de ajuste y éste no cuente con la aprobación del Pleno municipal. Una medida notoriamente antidemocrática que precisamente se justifica, en la memoria del propio decreto, en los siguientes términos:

«el objetivo de esta disposición es facilitar la mayor incorporación posible de municipios a las medidas extraordinarias citadas eliminando obstáculos que no deberían afectar al logro de la estabilidad y del reequilibrio de aquellas entidades».

Obsérvese que en un raro ejercicio de sinceridad se utiliza el explícito concepto de obstáculo para hacer referencia, nada más y nada menos, que al Pleno Municipal, que es donde reside la soberanía municipal.

La otra cara de la moneda son las administraciones que han intentado frenar la ofensiva del capital por medio de leyes que garantizaran derechos sociales. Un ejemplo es el Decreto-Ley 6/2013, de 9 de abril, de medidas para asegurar el cumplimiento de la Función Social de la Vivienda aprobado por la Junta de Andalucía, que tuvo un eco legislativo en Navarra, y que ha sido recurrido por el Gobierno del Estado precisamente ante el Tribunal Constitucional[2]. Todas las voces críticas con aquel decreto, que procuraba garantizar el derecho a una vivienda a todos los ciudadanos, insistían en que ponía en riesgo el «proceso de recuperación económica». La propia Comisión Europea envió una carta al Gobierno de España asegurando que no descartaban «que la legislación tenga efectos negativos significativos sobre los mercados financieros y las instituciones en España» porque «eleva la incertidumbre sobre el mercado de la vivienda y puede reducir el apetito inversor por los activos inmobiliarios españoles». Los llamados mercados tampoco tardaron en reaccionar. De hecho, el periódico El Mundo titulaba así una noticia del 3 de octubre de 2013: «Los fondos extranjeros exigen que no haya más leyes antidesahucio».

Así, los diferentes ámbitos democráticos del Estado, resquicios donde aún se escuchan los susurros del pueblo como soberano, están enfrentados de facto con las necesidades del capital. Y son las fuerzas políticas mercenarias de ese capital las que ejecutan las políticas que profundizan la desdemocratización de la sociedad. Mientras los representantes políticos se posicionan en línea con los intereses del capital, la apariencia general es de normalidad. Sin embargo, cuando los representantes políticos se posicionan en contra de dichos intereses, y por ende a favor de la democracia, entonces estalla el conflicto. Ocurre en los ayuntamientos, en los Gobiernos de Andalucía y Navarra, pero también y sobre todo en países vecinos como Grecia y Portugal.

La Restauración Borbónica

Ese papel de las fuerzas políticas ejecutoras es absolutamente necesario en el proceso de transformación social que se está llevando a cabo. El propio Fondo Monetario Internacional consideraba como riesgo el hecho de que «el contexto económico ha reducido la popularidad de los dos principales partidos, lo que podría hacer que el apoyo público a nuevas y difíciles reformas fuera más complicado»[3].

La dinámica del capitalismo necesita instituciones que engrasen el movimiento del capital, y aquellas sólo pueden reformarse y crearse a través del sistema político. De ahí que la batalla entre democracia y mercado encuentre un espejo en el terreno de las organizaciones políticas. De un lado, aquellas fuerzas políticas que suscriben la necesidad de acondicionar las instituciones a las demandas del mercado y donde podríamos situar al Partido Popular pero también a las organizaciones nacionalistas de derechas como CIU o PNV y a las organizaciones de grandes empresarios. De otro lado, fuerzas políticas izquierdistas y movimientos sociales que con diferente intensidad defienden tanto las conquistas sociales históricas como la creación de otro tipo de instituciones de representación popular.

Y en medio se sitúa una socialdemocracia en trance, acompañada por los grandes sindicatos desnortados. Una socialdemocracia que en la práctica ha formado parte activa del modelo político y económico que se desploma y que además ha abierto la puerta a la ofensiva del capital. Una socialdemocracia que, de hecho, cogobierna con la derecha liberal en varios países de Europa. Esta socialdemocracia, y los sindicatos mayoritarios, están viendo cómo el suelo se desplaza bajo sus pies y cómo la realidad social y política los desborda. Incapaces de proponer alternativas económicas factibles, debido a que la socialdemocracia carece de espacio en el escenario de globalización financiera que ellos mismos han construido y que sus propuestas son sencillamente ignoradas por no existir ya pacto social[4], se posicionan a la defensiva y se tornan conservadores.

Así, mientras la legitimidad del régimen del 78 se evapora a golpe de reforma constitucional y decretos leyes, la socialdemocracia paradójicamente sale en su defensa mientras suscribe los puntos fundamentales de la ofensiva del capital. De tal forma que en España tanto PP como PSOE han puesto en marcha el proyecto de la Restauración Borbónica, con el que se intenta apuntalar un sistema político caciquil, corrupto y perverso, que aspira a ser funcional para el nuevo modelo de crecimiento económico precario, antisocial y volátil.

La recuperación de la soberanía: el proceso constituyente

Algunos pensadores consideran que estamos viviendo un momento de reflujo en la acción de los movimientos sociales y organizaciones de izquierdas. Yo estoy de acuerdo. Sin duda ese reflujo está vinculado al cansancio, al miedo y, por qué no, a cierta desorganización o descoordinación. La travesía por el desierto que recorrió la izquierda durante los años de espejismo inmobiliario todavía pesa sobre nuestras capacidades efectivas. Y tristemente es así en el contexto en el que más hace falta todo lo contrario, un fuerte proceso de resistencia y de movilización social. Ante esta realidad, han resurgido proyectos teóricos que reclaman un proceso constituyente. Incluso una organización como Izquierda Unida, con un horizonte electoral que oscila entre el 10% y el 15% de los votos según las encuestas, ha aprobado tal idea como un objetivo a conseguir.

Un proceso constituyente no es más –ni menos– que un proceso de emancipación política y social que parte desde las clases subalternas de una sociedad y que, convertidas en sujeto constituyente, elaboran una nueva constitución que regirá las reglas del juego político de ahí en adelante. Como tal, supone una ruptura con el poder constituido hasta ese momento y al que se considera deslegitimado.

El proceso de deslegitimación del régimen del 78 comenzó hace mucho tiempo, si bien a raíz de la crisis económica se ha intensificado. El desplome del bipartidismo es uno de sus rasgos, pero no el único. El desprestigio de la política institucional –erróneamente reducida a política, sin más– y la movilización social dirigida contra las políticas suscritas por los gobiernos a instancias del poder, son factores a sumar también. Y todo ello forma un magma que debilita el sistema político actual pero sin que necesariamente suponga la legitimación de una alternativa.

Esa doble tarea, la de deslegitimar el régimen del 78 y legitimar el proceso constituyente, es aún más importante que cualquier otra tarea actual. Y lo es porque, con independencia del medio por el cual ese proceso constituyente se active –bien sea por la vía electoral o por la presión social–, el horizonte programático debe estar suficientemente definido. La gente protesta muy bien contra algo, pero lucha mucho mejor por algo.

En esa tarea nos vamos a encontrar muchos. A saber, en la constitución de una alternativa republicana radical, basada en la participación democrática y en un cambio radical de la relación representante-representado, unida a la puesta en marcha de una alternativa económica basada, fundamentalmente, en la activación de las garantías constitucionales positivas (vivienda, agua, luz, salud, educación…) que hoy son convertidas en papel mojado por la ofensiva del capital. Ese es el horizonte, que debe ser debatido y concretado, en el marco de una lucha incesante entre capital y trabajo y entre fuerzas políticas del régimen y fuerzas emancipadoras.


[1] De hecho la reforma constitucional de 2011 ha sido la excusa necesaria para iniciar la mayoría de las reformas legislativas, que sistemáticamente se han justificado en aras de aquella reforma constitucional. De este modo, la deuda pública y el dogma de la consolidación fiscal se han convertido en las palancas económicas que justifican el desmantelamiento de las conquistas sociales.

[2] Lo cual supuso la suspensión temporal del decreto, levantada hace unos meses tras la aprobación de una ley que superaba y derogaba el decreto anterior. La batalla sigue abierta.

[3] FMI (2013): “IMF Country Report, No. 13/244. Spain. IV Article Consultatiton”. Disponible en http://www.imf.org/external/pubs/ft/scr/2013/cr13244.pdf