Publicado en NuevaTribuna

Hay que tener mucho cuidado cuando se dicen cosas tales como “se ha manifestado la voluntad del pueblo” al término de un proceso electoral. Porque puede que, como ocurre en España, eso sea absolutamente falso. Y es que entre la voluntad del pueblo, expresada en votos, y la representación política, expresada en escaños, media el sistema electoral. Lo que significa que la veracidad de aquella afirmación dependerá de cómo opera el sistema electoral, y hay un enorme abanico de opciones posibles.

En términos generales puede decirse que un sistema electoral tiene dos modelos ideales distintos. Está el modelo mayoritario, donde el ganador de un territorio o circunscripción es el que se lleva todos los escaños en juego, y está el modelo proporcional, donde se asigna un número de escaños en función proporcional al número de votos recibidos. En España existe un modelo mixto para las elecciones al Congreso que hace que sólo algunas circunscripciones, de las 52 que existen, sean asignadas realmente de forma proporcional, mientras que la gran mayoría tienen un sistema tendente al modelo mayoritario. Eso es lo que hace que un partido pueda obtener finalmente, como en este caso ha conseguido el Partido Popular, la mayoría absoluta con apenas el 44% de los votos.

El verdadero problema de la ley electoral no es el sistema D’Hondt, sino el sistema de circunscripciones. En las circunscripciones grandes, de más de 10 escaños, el sistema D’Hondt asigna los representantes de forma proporcional, pero en las circunscripciones pequeñas el sistema perjudica seriamente a los pequeños partidos. Y es en estas últimas circunscripciones, que son dos tercios del total, donde los votos a las formaciones que no son los dos primeros partidos son prácticamente inútiles y no obtienen representación.

Este sistema electoral, injusto porque deja sin representación a gran parte del electorado y empuja al “voto útil” a otra gran parte (ambos procesos que merman gravemente la democracia), no es desde luego inocente. Es el resultado político de intentar dejar sin representación a partidos de izquierdas con una gran base social distribuida a lo largo de todo el Estado. De hecho, la ley original es preconstitucional y tenía como objetivo garantizar la “estabilidad” democrática e impedir una excesiva fragmentación en el parlamento. En definitiva, fue una ley escrita para empujar a un bipartidismo excesivo que, en combinación con un sistema de partidos escasamente democrático, permitiera a los poderes económicos influir con más eficiencia en la dinámica política.

El origen de la ley electoral actual está en la Ley 1/1977 de 4 de enero, que luego se convertiría sin apenas cambios en el Real Decreto-Ley 2/1977 de 18 de marzo. Ambas fueron aprobadas por las cortes orgánicas franquistas y pretendían ser únicamente la base de las elecciones de junio de 1977. Fueron por lo tanto normas provisionales de la transición, aunque sin embargo la Constitución de 1978 recogió los puntos fundamentales de aquellas leyes en su cuerpo jurídico. Un cuerpo muy difícil de modificar porque requiere el consenso muy elevado en el parlamento. La Constitución recoge que el número de diputados oscilará entre un mínimo de 300 y un máximo de 400, que la circunscripción electoral es la provincia y que el reparto dentro de cada circunscripción será proporcional. Pero el resto de elementos están recogidos en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), que es más fácil de modificar.

Se puede mejorar la proporcionalidad tanto modificando la LOREG, más fácil, como cambiando la constitución, más difícil. Dentro de las reformas posibles de la LOREG está aumentar el congreso a 400 diputados, la reducción del mínimo de escaños a 1 y no a 2, o el cambio de la ley D’Hondt por alguno más proporcional. También puede aumentarse el número de escaños en el Congreso y distribuir los nuevos escaños de acuerdo a un sistema de restos en distrito único, lo que permitiría la entrada de muchos diputados de los partidos estatales que no son los dos grandes.

El enorme problema que existe es que para la reforma de la LOREG en este sentido se debe contar con el apoyo de la mayoría del congreso, que es precisamente la que se beneficia de la actual situación. Por ello la lucha institucional se vuelve insuficiente a la hora de exigir cambios importantes, pues se depende de la generosidad poco probable de los dos grandes partidos (que ya han demostrado que no quieren cambiar el sistema electoral).

En mi opinión el objetivo de la izquierda debe ser reclamar el cambio constitucional, en el marco de una segunda transición que apuntale un modelo de Estado republicano y federal y con un sistema electoral que garantice que el voto de una persona vale lo mismo con independencia del territorio en el que se deposita. Para lograr esa aspiración la izquierda tiene que reforzar y consolidar la base social que la sustenta, trabajando desde abajo y entendiendo que no puede limitarse al ámbito institucional porque allí las cartas están marcadas. La presión social de la ciudadanía, combinada con la luchador institucional permanente, es la receta de los cambios en este sistema electoral injusto.