La editorial Temas de Hoy, en el marco de una muy acertada estrategia comercial, se aproximó a las bitácoras de contenido socio-económico para regalarles un ejemplar de una de sus últimas novedades. Fue hace dos meses ya, pero también yo recibí en casa y gratuitamente «El Economista Camuflado«, de Tim Harford. «La economía de las pequeñas cosas» es el subtítulo escogido para definir el contenido del libro, que pretende acercar la economía a los ciudadanos de a pie.

Se trata de un bestseller mundial, con más de 400.000 ejemplares vendidos, y compuesto por diez capítulos de fácil lectura. Más allá de eso no hay nada, sólo un vacío intelectual muy profundo. Si antes de leerlo desconfié, tras hacerlo sólo pude reafirmar lo que ya pensaba: se trata de propaganda liberal demasiado cínica para ser soportable. Efectivamente, los conceptos teóricos de la oferta y la demanda se explican en la obra con una facilidad pasmosa, pero sin tener en cuenta nada más. Lo que allí se describe es el mundo perfecto liberal, que se adorna con algunos ejemplos de la vida real que resultan ridículos y muy poco representativos de la misma.
La fe ciega en el mercado, esa nueva religión de hoy, queda expléndidamente reflejada en uno de los capítulos más tristes que tienen el libro: «los mercados perfectos y el mundo de la verdad«. En este capítulo se identifica el funcionamiento teórico del libre mercado perfecto con la verdad, mientras que se reconoce que se pueden dar casos en los que, por ejemplo, la competencia no es perfecta. Y, partiendo de esa argumentación tan… digamos, filosófica, saca dos conclusiones básicas.

La primera es que en «un mundo donde prima la verdad conduce a una economía perfectamente eficiente: una economía en la que resulta imposible beneficiar a alguien sin que alguien salga perjudicado«. Un dogmatismo tal que los fundamentalistas cristianos y musulmanes deberían reconocer como superior sin dudarlo. Y la segunda, ¡ojo!, es que «los impuestos son como las mentiras: interfieren en el mundo de la verdad«.

Pero lo más dramático está en el capítulo ocho, llamado «por qué los países pobres son pobres«. No se esperen un análisis histórico de la situación de cada uno de ellos, o de forma agregada. No. Tampoco esperen un tratamiento económico, siquiera clásico, del por qué de la deuda externa, o la relación entre geopolítica, recursos naturales y oligarquías. ¡Qué va!

Los países pobres son pobres porque tienen instituciones y leyes, porque por todos lados hay bandidos y porque, en definitiva, no están del lado de la verdad. El poder no tiene cabida en el análisis del señor Harford, más que para recordarnos que existe corrupción y que un día le robaron en Camerún. Ya se imaginan qué propone él como solución a todos los males, ¿verdad? Efectivamente, llevar la verdad a ellos, pobres insensatos que todavía no la han descubierto.

Así pues, estamos frente a un libro de fácil lectura, pero tan malo como él solo y con el que lo único que aprende uno es a entender cuán dogmáticos pueden llegar a ser los liberales. Menos mal que me lo regalaron.