Artículo publicado en El País

Podría pasar. Miles de ciudadanos indignados se dan cita en el único lugar que el Gobierno ha habilitado para hacer público su enfado. Un descampado a las afueras de la ciudad, acondicionado para estos eventos, acoge a todos aquellos que protestan y exigen. Los grandes medios de comunicación no se hacen eco de estas aburridas protestas que, aunque suscritas cada vez por más gente, no son mediáticamente interesantes. Porque todo eso ocurre en el margen. Por el contrario, en el centro esas cosas no suceden y todo transcurre con normalidad. Y como no sucede donde habría de suceder, no existe.

Esta hipotética descripción refleja lo que a juicio de la delegada del Gobierno en Madrid debería ser el nuevo propósito legislativo de Rajoy. Mayor Oreja, referente del ala reaccionaria del PP, también ha expresado esta idea al denunciar la retransmisión por televisión de las recientes manifestaciones.

El Gobierno no quiere prohibir el derecho a manifestarse, y recordarnos así que nuestra sociedad no está tan lejos del 1984 de George Orwell. El Gobierno trata de hacer algo mucho peor: ocultar, disimular y guardar en el cajón cualquier atisbo de crítica. Modular la manifestación, como dijera Cristina Cifuentes, es normalizarla hasta que no tenga ni interés ni desde luego peligro para el sistema. En Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, a los críticos no los mataban sino que los exiliaban a la periferia; porque si nadie los ve o padece sencillamente no existen.

Rajoy dijo hace unos días que había establecido un rumbo. Pero el motor es la huida hacia delante, y se deshacen de derechos civiles a golpe de porra y ruptura institucional con la misma velocidad que los hermanos Marx quemaban la madera de los vagones del tren. Si Rajoy logra su objetivo ya no quedarán derechos de los que disfrutar, como tampoco vagones les quedaron a aquellos. Razón más que suficiente para cambiar este rumbo suicida.