Realizada por Salvador López Arnal
Publicada por El Viejo Topo, n. 346

Alberto Garzón es Coordinador General de IU y diputado en el Congreso por Unidos Podemos. Es, además, el político mejor valorado de España. Templado en sus juicios, coherente en sus ideas, constante en el camino que se ha trazado, es sin duda uno de los grandes activos actuales de IU y de Unidos Podemos.

 —Déjame preguntarte, antes de entrar en temas de mayor actualidad, por las elecciones del 26J. Sé que te han preguntado ya muchas veces sobre ello. Discúlpame. ¿Estuvo bien, regular o fue un error la coalición Unidos Podemos? ¿No había otra?

—En primer lugar, gracias. Sobre la coalición de Unidos Podemos, tengo que decir que a mi juicio fue un acierto, incluso aunque no hayamos alcanzado los resultados que esperábamos todos –incluyendo, por cierto, el adversario y el enemigo. Ahora bien, la unidad es un acierto o un error en función de si cumple lo que esperamos de ella. Desde luego la unidad no debería ser un fetiche, es decir, algo sobrenatural que es bueno por sí mismo, sino una estrategia política que ha de desplegarse en torno a un proyecto político y que, por lo tanto, puede ser evaluada.

Esta unidad ha sido, para nosotros, una firme apuesta no sólo para el 26J sino mucho antes. Pero, ¿por qué?

—Eso, por qué.

—Pues porque, más allá de resultados electorales, la unidad tiene sentido desde el punto de vista estratégico; tiene sentido porque es útil y necesaria para contribuir a construir un bloque histórico –en términos gramscianos– que permita desplegar un proyecto rupturista y/o socialista. Esto es lo que yo defiendo. Sin desmerecerlas, pero no me interesan las defensas de la unidad que son «pragmáticas» (para vadear la ley electoral) o que se basan en posiciones tacticistas (sea cual sea la razón esgrimida). Ahora bien, comprendo que surjan dos interrogantes elementales. El primero, qué significa «ruptura» en el momento político actual. El segundo, quiénes son los aliados con los que construir la unidad y por qué.

—Te has adelantado. Adelante con los interrogantes.

—Creo que conviene explicar estos dos puntos de forma nítida. En primer lugar, la ruptura democrática es una estrategia encaminada a construir unas instituciones político-jurídicas distintas a las actuales, que provienen de 1978. Es la estrategia que conduce a un proceso constituyente dirigido desde abajo, es decir, democrático y participativo. Se asume que el marco institucional del 78, unido al marco institucional europeo, opera como camisa de fuerza que facilita la puesta en marcha de políticas neoliberales. Como recordaremos, «ruptura» fue la consigna del PCE según la cual al franquismo habría de seguirle una transición democrática pilotada por las fuerzas de la oposición. Eso fue así hasta 1976, cuando la dirección carrillista del PCE renunció a la «ruptura» a favor de la negociación con las élites franquistas, todo lo cual condujo a nuestro marco institucional actual (que, sobra decir, contiene elementos de progreso aunque subalternos a la lógica liberal que vertebra la Constitución). En un momento como el actual, de crisis de régimen y con la legitimidad del régimen por los suelos, la hoja de ruta de la «restauración» también pasa por modificar las instituciones del 78, pero con objeto de mejorar su legitimidad sin que se modifique el componente económico de la sociedad. Es decir, «restauración» quiere decir reformas y cambios sin tocar el corazón del régimen, o sea, la estructura productiva y la estructura de poder. Hoy, como ayer, el debate de este período de transición también es el de «restauración o ruptura».

En segundo lugar, la ruptura democrática pasa inexorablemente por la unidad. Esto se ha comprendido muy bien en Cataluña y en Galicia, donde los componentes más rupturistas (especialmente aquellos que ponen el foco en superar el 78 en su aspecto territorial) han asumido como necesaria esa unidad (sea por la izquierda, caso de En Comú Podem o En Marea; sea por la derecha, caso de Junts pel sí). Pero también lo comprendió el PCE en la transición, cuando fundó en 1974 la Junta Democrática de España. La pregunta realmente polémica es con quién ha de articularse la unidad.

—De nuevo me lo pones fácil: ¿con quién?

—Lo que nosotros planteamos es que los sujetos políticos con los que hemos ido a las elecciones, más allá de sus singularidades, son también el reflejo electoral de la indignación del pueblo con el sistema económico y político en crisis –y en particular con los efectos materiales de la crisis (desempleo, precariedad, desahucios, etc.). Naturalmente en ese concepto de pueblo caben desde la clase trabajadora hasta la auto percibida clase media que echa de menos su estatus pre-crisis. Pero en cualquier caso, y esto para mí tiene una importancia crucial, parece evidente que hay una gran parte de la población que está indignada, aunque de forma no plenamente consciente, con el sistema. ¡Esto es el producto de la crisis y lo que abre el potencial transformador! Rabia, frustración e indignación, aunque no conciencia ideológica de las causas del sufrimiento y dolor. Un ejemplo de esto mismo se da cuando alguien culpa a los banqueros de su situación aunque no sea consciente del rol que juega el sistema bancario en la reproducción del capitalismo. Otro ejemplo: según una encuesta del BBVA más del 77% de los españoles creen que el Estado debe controlar los beneficios de los bancos. Es obvio que detrás de todas esas opiniones no hay una conciencia socialista, pero sí hay algo que antes de la crisis no había: la conciencia de que existe alguna relación entre el sufrimiento propio y las instituciones bancarias. Esa es la verdadera ventana de oportunidad que abre la crisis.

La cuestión es que los nuevos votantes de Unidos Podemos, En Comú Podem, En Marea y la confluencia valenciana provienen de esos sectores sociales que, digámoslo así, tienen sensaciones sobre los culpables de su sufrimiento y acumulan ganas de cambiar el sistema –aunque sistema signifique, en ese nivel de conciencia, algo primario y difuso. Pero, ¡es que esa es la base social del proyecto socialista! ¿O es que esperamos a que el pueblo sea formado en los textos de Marx y Engels, Althusser, Poulantzas o Harvey antes de poder votar?

—No, imposible, seguro que nadie espera una cosa así, por muchas pulsión teórica que se tenga.

—Por eso, a nuestro juicio, aglutinar las referencias electorales de estos sectores del pueblo era y es una buena idea, aunque aún sea insuficiente. Es la mejor forma de hacer frente a la «restauración», es decir, al proceso constituyente dirigido desde arriba y que cristaliza en reformas laborales regresivas y en neoliberales planes de austeridad. Ahora bien, se me podría objetar, no obstante, que también puede existir gente de la clase trabajadora que vote al PSOE como resultado de la indignación con el sistema. Yo no creo que eso sea muy plausible, pero en todo caso conviene recordar que la diferencia radica en la propuesta política que cada organización defiende. Es decir, podemos encontrar numerosos elementos rupturistas en la propuesta de Unidos Podemos pero somos incapaces de encontrar uno solo en la propuesta del PSOE.

Por lo tanto, los fundamentos de la unidad tienen que ver con la construcción política de un instrumento rupturista que sepa encauzar la rabia e indignación de las clases populares que sufren la crisis. Y he ahí lo fundamental, lo que articula la unidad, lo que la dota de sentido: el proyecto político de ruptura democrática.

—Y entiendo, por lo que has explicado, que tú crees que la actual correlación de fuerzas, si me permites expresarme así, es tan o más favorable que en los años setenta a favor de una ruptura democrática que, además, has vinculado al socialismo. Me veo en la obligación de preguntarte cernudianamente: ¿no estás equiparando-confundiendo realidad y deseo? ¿Estamos en condiciones de generar o abonar una ruptura de régimen, un nuevo proceso constituyente democrático y por abajo? ¿La legitimidad del régimen está realmente por los suelos si pensamos en términos amplios, que no se reduzcan a una vanguardia amplia?

—Evidentemente la clase trabajadora no está manifestando, en este momento, un ferviente deseo de una ruptura democrática. Entre otras cosas porque la mayoría no sabe lo que es. La mayoría de la clase trabajadora no opera en ese nivel de abstracción teórica, naturalmente. Lo que sí sucede es que hay una suerte de incipiente conciencia, o conciencia primaria, de que esto, el sistema, ha de cambiarse. Eso abre el juego, cosa que era imposible en la época de la burbuja inmobiliaria y de los espejismos económicos. Eso, y no otra cosa, era el 15M y que con tanto acierto supo identificar inmediatamente, sobre el curso de los acontecimientos, un filósofo marxista tan excepcional como Paco Fernández Buey, apenas un año antes de fallecer. Un momento político de frustración generalizada, de saber únicamente lo que no se quiere. Para ir un paso más allá, para saber qué es lo que sí se quiere, hace falta organización e ideología, esto es, un proyecto de país/sociedad. Pero la herida en el régimen, su crisis, sigue abierta. Es más, los problemas de ingobernabilidad son una expresión más de esa crisis. Pero los indicadores demoscópicos (percepción sobre la situación económica y política, creencia en las instituciones (partidos, sindicatos, bancos, etc.) están en niveles históricamente bajos. Eso sin contar, claro está, con la posibilidad, muy notable, de que más temprano que tarde entremos en una nueva crisis producto de las contradicciones internacionales generadas por las inyecciones multimillonarias de liquidez del Banco Central Europeo. Como sabemos, la historia no sólo es coyuntura sino también trayectorias y dinámicas de medio y largo plazo.

Una duda más sobre la reflexión anterior: hablabas de la unión por la derecha de Junts pel Sí. Tal vez sí, pero esa unión engloba a ERC, un partido que se dice de izquierdas, y busca apoyos en fuerzas que se dicen de izquierda comunista y revolucionaria como la CUP. El objetivo anunciado, aunque no siempre, es la escisión, la destrucción del demos común y la formación de un Estado propio, proyecto al que algunas otras fuerzas de izquierda o algunos de sus componentes (estoy pensando en gentes de En Comú Podem, miran con ojos bastante o muy afables. ¿Puede salir algo bueno de todo esto?

—Cuando un partido que se dice de izquierdas prefiere la alianza con los representantes de la burguesía antes que con la clase trabajadora de otra nación, tenemos un problema y una contradicción sencillamente brutal. Sin duda, no creo que pueda salir algo bueno de ello.

—Me imagino la respuesta pero tengo que hacértela. ¿Encajaba la coalición, de forma natural, en la política que defendía Izquierda Unida?

—Por supuesto. Si hemos entendido que la coalición tiene que ver con la construcción de un sujeto político más amplio que pueda transformar la sociedad, en clave socialista, no quedará ninguna duda. El propio documento fundacional de IU apuntaba claramente hacia la convergencia, la radicalidad democrática y la participación en el conflicto social. Es más, IU es de nacimiento un nuevo sujeto político nacido de la convergencia/unidad y a partir de una propuesta política concreta. Por otra parte, en el año 2010, en lo que en IU se llamó proceso de refundación, se volvió a insistir en la necesidad de crear un nuevo instrumento para aglutinar a las clases sociales que sufrían la crisis. Desgraciadamente aquellos documentos, aprobados democráticamente y con solemnidad, pasaron a los cajones de la indiferencia.

Es verdad, sin embargo, que ha habido voces que antes y después de la firma de la coalición de Unidos Podemos se mostraron hostiles con el proceso de unidad. Quienes mantuvieron esta posición, incluso después de la doble consulta a la militancia que se saldó con abrumadora mayoría a favor del proceso, lo hicieron por motivos ideológicos. Nunca compartieron, y aún hoy no lo hacen, el marco teórico que vincula crisis de régimen con proceso constituyente y ruptura democrática. Por lo tanto nunca compartieron, ni comparten, que haya que construir un instrumento para alcanzar esos objetivos. Y mucho menos comparten, claro está, que para ello haya que acumular fuerzas más allá de las paredes de la propia organización. Entre otras corrientes, es fácil ver en esa actitud la sombra del carrillismo aunque en nuevos y paradójicos moldes, el de la sobreactuación y la mera liturgia comunista, que lleva al absurdo de ver a gente que no cree en la ruptura democrática levantar la bandera roja y desempolvar el lenguaje marxista que durante décadas ellos mismos habían ayudado a esconder.

—Una curiosa paradoja que, por cierto, yo no había visto aunque, según dices, era fácil darse cuenta. Me voy un poco del tema pero creo que tiene interés. ¿Y por que crees que esos documentos, los que señalas pero hay muchos otros ejemplos, pasaron a los cajones de la indiferencia? ¿No nos creemos ni nosotros mismos lo que escribimos y acordamos?

—Felipe Alcaraz dijo una vez con acierto, y con la sorna que caracteriza sus siempre interesantes proclamas, que las asambleas las ganaban los románticos y la dirigían los burócratas. El papel lo aguanta todo. Julio Anguita cuenta con frustración cómo, hace tan sólo unos pocos años, entregó un documento-plan para IU que proponía una extensa renovación en los dirigentes de todos los niveles. Dicho documento fue aprobado y, el mismo día, entró en un cajón. No se cumplió nada de lo que allí decía, claro. En las asambleas federales pasaba un poco igual, los románticos ganaban la línea política y los dirigentes, que habían aprobado esos documentos también, hacían caso omiso. Además de con posiciones políticas cínicas, tiene que ver con elementos organizativos, pues sin rendición de cuentas de los dirigentes éstos pueden repetir lo peor del parlamentarismo. Por eso en la nueva dirección de IU hemos aprobado estatutariamente los revocatorios, la rendición de cuentas y otros procedimientos, como la fiscalización permanente mediante evaluación de planes de trabajo, para asegurar el cumplimiento de lo aprobado.

—Los resultados no acompañaron las expectativas de algunos o de casi todos. Se ha afirmado que muchos o bastantes antiguos votantes de IU, los del 20D y acaso más electores, no repitieron en esta ocasión. ¿Fue así en tu opinión? ¿Ese fue el punto central del decremento de votos? ¿Les pareció demasiado descafeinado el programa de Unidos Podemos? ¿Hablamos de manera demasiado suave? ¿Fuimos demasiado moderados?

—Como todas las encuestas fallaron, es difícil hacer una valoración fundada en datos. Al menos hasta que conozcamos la encuesta poselectoral del CIS, que es la que más información rigurosa aporta, todo son hipótesis. Es evidente que el 26-J no votó a Unidos Podemos un millón de personas que el 20-D había votado a Podemos o a IU-UP. A partir de ahí construimos hipótesis. La que me parece más razonable es la de que el hastío de la izquierda con la situación política en general, y la penalización concreta que se hizo a Podemos por las gestiones poselectorales, explique la mayor parte de ese millón de personas. A eso podemos sumar, claro está, cierto descontento con la coalición. Pero no olvidemos, no obstante, que el PSOE también perdió votos y que las transferencias no explican por sí mismas que el conjunto de partidos que no son el PP perdieran todos votos sin excepción.

En términos de discurso, creo que hubo un cierto retroceso frente a las fórmulas del 20-D. Quizás pecamos, en conjunto, de creernos las encuestas que nos situaban en segunda posición y con la posibilidad de constituir un gobierno. Eso generó una dinámica de responsabilidad –mal entendida, a mi juicio– que llevó a dejar de lado el lenguaje fresco y rupturista y preferenciar posiciones moderadas. Creo que fue un error. También hay que sumar que llegamos a la unidad demasiado deprisa, y con demasiados obstáculos (en ambas organizaciones hubo zancadillas públicas que no ayudaron en absoluto) y sin poner en común la propuesta rupturista. Todo ello llevó a una campaña muy caótica y con muchos fallos, además de giros inesperados en el discurso oficial. Muchos errores que probablemente podrían haberse resuelto con más tiempo y más diálogo.

—“Campaña muy caótica y con muchos fallos, además de giros inesperados en el discurso oficial”. ¿Puedes concretar? ¿Algún ejemplo?

—Pienso en el absurdo debate terminológico en el que nos vimos envueltos los primeros días de campaña acerca de si éramos socialdemócratas o comunistas. Como si a la clase trabajadora realmente existente le importaran estos debates escolásticos. Quizás más que alzar a los cuatro viento lo que somos, banderas y teorías mediante, tendríamos que demostrar que lo somos.

—Sin entrar en detalles y sin querer abrir o causar herida alguna, ¿fueron generosos y correctos los compañeros de Podemos? Ubicarte en el cuarto o quinto lugar de la lista de Madrid (es un ejemplo, hay más), no parece una despliegue de cariño aléfico y de espíritu muy unitario. Lo contrario, según algunos, parece y es más cierto.

—Nadie puede negar, a estas alturas, que en Podemos hay una acentuada división en torno al proyecto estratégico y al modelo de partido. Ello implica distintas posiciones sobre la unidad y su validez. Eso es sin duda un inconveniente general, y si bien nosotros no nos pronunciamos sobre lo que sucede en casas ajenas, tampoco estamos ciegos y somos conscientes de que la unidad depende también de esa disputa. Pero esto no es nuevo, quiero decir, de hace unas semanas, sino que ya estuvo presente en la anterior campaña y en la configuración de las listas.

A mí me consta que el esfuerzo de Pablo Iglesias fue ingente, pues él es un firme defensor de la unidad, pero el resultado de algunas cosas fue absurdo. No tanto por el peso específico de IU, que es un debate muy interno, sino por el uso de los recursos y el diseño de campaña. Quiero decir, si tienes al supuestamente político mejor valorado, no lo escondes en una quinta posición. Nosotros aceptamos esa posición por nuestra firme creencia en la unidad y porque compensábamos con otras posiciones territoriales, pero es evidente que aquello suponía un inentendible para la gente. Era la demostración de que algunos daban más importancia a los asuntos internos que a la estrategia global de país. En cualquier caso, esto acaba de empezar y hay mucho tiempo para corregir estos problemas y consolidar el espacio político, si bien naturalmente tenemos que tener presente que la unidad sólo tiene sentido si se cumplen unas ciertas condiciones políticas y estratégicas, y la fraternidad es una de ellas.

—Creo que todo el mundo entiende los referentes concretos de ese “algunos” que has usado. Me incomoda la pregunta pero te le hago: ¿no estás un poco olvidado, perdido, marginado, en el Congreso de Diputados? ¿No está un poco oculta –o no muy visible– tu presencia y, con tu ausencia, la de IU?

—Bueno, comienzo diciendo que a mí me gustaría tener grupo propio con 176 diputados (risas).

—A mí también y que tú lo dirigieras, por supuesto.

—Lo cierto es que en este caso teníamos dos alternativas, ir al grupo mixto o co-participar en el grupo de Unidos Podemos y las confluencias. Por lo expuesto más arriba era evidente nuestra apuesta por consolidar el espacio, y a partir de ahí había que repartirse los tiempos y los roles. Hemos acordado plena autonomía para IU, lo que significa que los diputados de IU hacemos y deshacemos iniciativas a nuestro libre albedrío. La posición física tiene que ver con situar a los portavoces en espacios mediáticamente visibles. Y la portavocía de Hacienda la tuvimos que pelear mucho, pero también es para IU. En general, estamos satisfechos porque sabemos en qué consiste la unidad. El abismo del grupo mixto ya lo pasamos en la corta legislatura anterior: intervenciones de un minuto y escondidos y divididos (y eso que éramos dos) tras una columna.

—Unidos Podemos defiende en toda España (en .Cat hace además otras cosas: acude a manifestaciones secesionistas; Podem, por ejemplo, aunque no ICV) el llamado –o mal llamado– “dret a decidir”, que yo llamo “dret a decidir dividir”. ¿Por qué? ¿Qué significa eso del “dret a decidir”? ¿Derecho a decidir… qué?¿Quiénes tienen ese supuesto derecho?

—Para mí, que intelectualmente pertenezco a la tradición republicana y socialista, el nacionalismo no es una opción. Creo que lo que nos divide a las personas es la clase social a la que pertenecemos, y lo que divide a la clase trabajadora es, entre otras cosas, el nacionalismo. La nación es una construcción social, como también lo es la categoría de pueblo, y eso no es malo de por sí. Somos seres sociales y compartimos elementos vitales e instrumentos sociales, como el lenguaje, el territorio o la cultura. Con unos compartimos más que con otros, es una evidencia. El problema está en que esas identidades nacionales se expresen como antagónicas a otras, o que se usen para justificar u ocultar la explotación de clase en el seno de la misma comunidad, y esto es lo que ocurre habitualmente con el nacionalismo.

¿Van a resolverse los problemas de la clase trabajadora por la obtención de la independencia jurídica y formal –que no es, ni de lejos, la independencia real– de una nación? Evidentemente no, salvo que se consiga ese estado alzándose sobre las machacadas espaldas de la clase trabajadora de otra comunidad nacional. Al fin y al cabo, la división internacional del trabajo en este sistema-mundo nos ha dado Estados de primera y Estados de segunda.

Sin embargo, el republicanismo nos ha llevado a defender también la radicalidad democrática, esto es, el hecho de que el pueblo es soberano y tiene derecho a decidirlo todo. Incluido el marco institucional en el que quiere desplegar la política. De ahí que sea coherente, desde mi punto de vista, defender el derecho a decidir el modelo de Estado y su relación con otros Estados, si bien debería compaginarse con un rechazo a las posiciones que aspiran a dividir aún más a la clase trabajadora. La apuesta de síntesis, tal y como yo la veo, es definir un nuevo marco legal compartido, a saber, una República Federal. Cuando hay varias naciones en el mismo Estado, la federalidad es la mejor opción.

—Pero, entonces, si no te entiendo mal, ¿defiendes una soberanía dividida, no una soberanía general? Es decir, el pueblo catalán (sin límites precisos, que habría que definir) o el vasco o el gallego (no sé si el andaluz o el aragonés también), tienen derecho ellos, sin ampliaciones, a elegir (¿en qué condiciones?) el tipo de vinculación que desean con el resto de pueblos. Si fuera así, dando un paso más, ¿los ciudadanos barceloneses tendríamos derecho a decidir qué relación queremos con el resto del pueblo catalán por ejemplo, o esta soberanía a la que aludimos es sólo de naciones? Si fuera así, ¿por qué? ¿Qué concepto de nación estamos aquí usando? ¿En el fondo no hay aquí un peligro del ¡Viva Cartagena!?

—Es evidente que el problema que tenemos es que esto no es una ciencia exacta, es decir, que la definición de pueblo, con todas sus variables y límites, depende de decisiones políticas. A mi entender, el pueblo de Cataluña comparte suficientes rasgos culturales –productos del devenir histórico– como para ser definido como nación. A partir de ahí tenemos el problema de decidir el tipo de relación jurídica que se debe establecer entre naciones que conviven, actualmente, con un Estado en crisis que es producto, a su vez, de una transición que mantuvo intacta la cultura sociológica franquista –que es nacionalista española. Yo no planteo ciertamente una soberanía dividida. En primer lugar porque ni aún con independencia tendrían soberanía catalanes, vascos o españoles. La soberanía popular tiene que ver con la democracia económica, algo sólo posible con el socialismo. Por eso para mí la única soberanía que tiene validez es la del pueblo trabajador en su conjunto. Pero si definimos políticamente a los pueblos existentes, que es una decisión política –y en la que uno puede desechar considerar Barcelona un pueblo diferenciado de, por ejemplo, Sabadell–, tenemos que evitar la guerra entre pobres a la que empujan los nacionalismos (también el español). Y a mi modo de ver, la mejor fórmula para ello es la del Estado federal.

—¿Seguimos siendo entonces, vuelvo a lo anterior, federalistas? ¿Qué tipo de federalismo defendemos? ¿Dónde y cuándo lo defendemos?

—En IU somos federalistas, pero desgraciadamente la ideología dominante –que ha utilizado este conflicto para alimentar el poder político y económico de las oligarquías catalana y española– ha contaminado gran parte de los debates propios de nuestra organización. La falta de formación y de debates rigurosos, producto de la institucionalización de IU, no ha ayudado. En algunos casos ha habido retrocesos importantes, como es la apuesta por modelos centralizadores, y en otros casos saltos al vacío para apoyar directamente el independentismo. Es legítimo que haya diferencias de opinión, pero la posición lógica, a mi juicio y dadas las condiciones políticas en las que vivimos, es la del federalismo. Pero federalismo no es cantonalismo, sino un proyecto político compartido que respeta las identidades nacionales y otorga competencias estratégicas a las diferentes unidades federadas siempre que no comprometan el proyecto político. ¿Qué sucede en España? Pues que no hay proyecto político, más allá de ser la periferia de Europa y la mano de obra barata del sistema-mundo. No hay nada que compartir, en estos momentos, porque no hay proyecto político, de país, de sociedad, que pueda unir. Sólo queda el nacionalismo primoriverista y el nacionalismo independentista que se articula en antagónico matrimonio burgués-obrero. Es la izquierda la que ahora, gracias a las confluencias y a cierta comprensión de la realidad política de nuestro país, empieza a construir, no sin contradicciones, un proyecto de país plurinacional. Aunque aún queda mucho.

La crisis ha alimentado la frustración de la gente, como explicaba antes, y la canalización de ese sentimiento ha sido un éxito del movimiento independentista catalán, por ejemplo. Prometiendo casi un paraíso material e inmaterial en caso de desconexión de la estructura española, el independentismo ha convencido a grandes sectores sociales. La falta de una alternativa que impugnara al sistema desde su raíz ha provocado, me temo, que muchos sectores propios de la izquierda federalista hayan sucumbido también a la seducción independentista. La posición intransigente y anticatalana de los gobiernos bipartidistas en Madrid ha sido, desde luego, más gasolina. Así que, efectivamente, hay una marea social muy potente que defiende la independencia sobre la base de la defensa de la identidad nacional –cuestión que podría resolverse en el marco de un Estado compartido– y la promesa de un futuro mejor.

—¿Y qué es un país plurinacional? ¿Un país, España –una palabra que aquí, en Cataluña, apenas se usa porque, injusta e indocumentadamente, suena a carca fachoso–, en el que algunas “naciones” tienen derechos especiales, privilegios fiscales por ejemplo?

—Efectivamente es un problema que el concepto de España haya sido secuestrado por la extrema derecha, en cualquiera de sus formas históricas. Eso nos ha robado el significante y, honestamente, no parece fácil recuperarlo. Yo, por ejemplo, no tengo problema en usarlo y reivindicarlo, pero eso sólo se puede lograr si se asocia con otras políticas distintas. Quién no está orgulloso de la España republicana, o de los españoles antifascistas, por citar algunos ejemplos históricos. Es más, hace una década en la izquierda era complicado hasta usar la palabra país. Un país plurinacional es una fórmula política para resolver conflictos de identidad nacional que, aunque sean irracionales existen como fenómenos que no podemos ignorar, y que parte del reconocimiento de diferentes naciones –construcciones sociales– que quieren convivir juntas. Pero sin un proyecto de país, todo esto son castillos en el aire.

—Por lo demás, que los nacionalistas pongan tantos amplificadores y relatos en lo que llaman “opresión nacional” (algunas autoridades actuales, no cualesquiera, afirman que los catalanes somos esclavos vuestros) puede entenderse, pero, ¿nosotros (no hablo de ti desde luego), desde cuándo para nosotros ha sido tan importante este asunto de la “identidad nacional”?

—Nosotros tenemos la obligación de combatir todo ese tipo de discursos que enfrentan a la clase trabajadora; no podemos andarnos con rodeos. Recuerdo un cartel de ERC en el que denunciaba el trato fiscal de España a Cataluña porque, aseguraban acompañando de datos, Cataluña aportaba más de lo que recibía y eso era injusto. ¡Valiente día en que renunciaron a la progresividad fiscal! Es fácil imaginar a un ricachón español denunciar lo mismo respecto a un trabajador normal de su misma ciudad: «¡es que te pago tu sanidad con mis impuestos y eso es injusto!».

—¿No pone IU demasiado énfasis, demasiado esfuerzo y atención en asuntos electorales?¿Y la vida? ¿Y la vida de las luchas y movilizaciones sociales?

—Efectivamente, y ese es uno de los problemas principales de IU. Tiene que ver con la institucionalización, es decir, con haber aceptado que es posible transformar nuestra sociedad exclusivamente desde las instituciones y, particularmente, desde el parlamento. Aquí sí que hay una relación directa con el carrillismo y, aún más, con toda la tradición reformista del siglo XIX y XX. Según este modelo, del que el eurocomunismo es corriente paradigmática, el punto de gravedad de la acción política se encuentra en las instituciones y desde ahí, casi en exclusiva, se valora todo lo demás. El problema es que esta concepción no comprende que el Estado, al que pertenecen las instituciones, es una relación social que condensa la correlación de fuerzas en toda la sociedad, es decir, que expresa lo que sucede también más allá de las instituciones.

Así, si uno abandona la calle y el tejido social, limitándose al espacio institucional, se desconecta de los cambios y transformaciones sociales y, de ese modo, también de los cambios culturales que suceden en la clase trabajadora. IU se ha comportado generalmente como abogado defensor de quienes sufrían el conflicto, como mero instrumento de denuncia, pero no ha dedicado atención ni recursos a plantear los conflictos estratégicamente, es decir, con objetivo de extender la conciencia de clase a quienes sufren el conflicto –momento en el que se es más propenso a cambiar de concepción del mundo. Eso le ha pasado a IU, que no ha sido conflicto social. A veces se malinterpreta esta afirmación argumentando que IU ha estado en todas las manifestaciones. Como bien ha explicado el compañero David Pineda, los que sí han estado en los conflictos han sido los militantes de IU, quienes por su defensa honesta y coherente han estado siempre al pie del cañón. Pero estos militantes nunca estaban como parte de una estrategia de IU y de sus dirigentes sino porque nuestros militantes son activistas sociales. Por supuesto que IU tenía militantes en la plataforma de afectados por la hipoteca, en el 15M o en las mareas. La cuestión es que nunca hubo una estrategia para adelantarse y ser y organizar el conflicto como IU. Sencillamente porque los dirigentes institucionalizados no lo veían necesario: ellos simplemente limitaban la acción política a hablar en las instituciones en nombre de los movimientos sociales y la calle. Representar la calle sin ser calle, en suma.

—Pero sin ánimo alguno de hurgar en ninguna herida, ¿por qué caemos tan fácilmente y tantas veces en ese error? No se trata de demostrar la conjetura de Goldbach, es algo más elemental.

—Hay muchos factores que influyen, pero uno de ellos es la comodidad de las instituciones. Su capacidad de atraer y absorber a las organizaciones es sencillamente brutal, pero también muy natural: las instituciones cambian las condiciones materiales de vida de los sujetos y ello afecta lógicamente a su forma de entender la política. De ahí que nosotros hayamos implantado, por ejemplo, salarios máximos y hayamos asumido que la política institucional es un rol y no una profesión.

—Vuelvo a septiembre, por fin, debes pensar. ¿Qué opinas del resultado de las elecciones gallegas?

—Creo que tienen un doble diagnóstico. Por un lado, el que haya arrasado el Partido Popular, más aún si cabe con todo lo que está cayendo en términos de corrupción y del historial de Feijoó, es mucho más que preocupante. Es evidente que ahí queda mucho trabajo por hacer, y me temo que sólo es posible si aceptamos que además de una derrota electoral hemos sufrido una derrota ideológica que no es nueva, sino el producto de batallas de muchas décadas. Por otro lado, el resultado de En Marea demuestra, a mi juicio, que la confluencia es el camino adecuado aunque el trayecto sea largo. Pero ese resultado debería ayudar a consolidar el espacio político, que es muy heterogéneo, y a desplegar desde ahí una estrategia política basada en la presencia en el conflicto social. Sólo a través de esa estrategia, que une conflicto social con pedagogía –lo que antes se llamaba agitación y propaganda– es posible revertir la derrota cultural que sufrimos.

—Lo mismo te pregunto respecto a las elecciones vascas.

—Creo que, salvando que los actores son diferentes, las conclusiones respecto a la unidad y a la estrategia a seguir son las mismas. Quizás añadiría algo que en la campaña vasca ha sido más notable: el fin de la hipótesis populista. La gente ya está cansada de palabras vacías, de eslóganes manidos y de lugares comunes. Busca propuestas concretas y organizaciones que tengan proyecto. Esa es la gran tarea pendiente del espacio unitario, que aún sufre enormemente el lastre del populismo como estrategia política.

—Una pregunta obligada: ¿apostamos en estos momentos por un gobierno alternativo al PP? ¿A toda costa? ¿Con quiénes? ¿Con qué programa o compromisos? ¿Lo ves posible más allá de que sea más o menos conveniente?

—Yo creo que es positivo, y necesario, intentar un gobierno alternativo al de Mariano Rajoy. Es verdad que el PP es el partido político más corrupto de Europa, y que con el PP en el Gobierno será imposible cualquier proceso de regeneración política en España. Pero la corrupción es el lubricante de los beneficios de las grandes empresas capitalistas, así como de las cuentas corrientes de ese entramado oligárquico que saquea las finanzas públicas. Por eso el peligro está en que el proceso de restauración se logre a través de un Gobierno alternativo que “regenere” el sistema político sin tocar las bases económicas del régimen. A eso apuntaba, claramente, el pacto PSOE y Ciudadanos de la breve legislatura anterior. Creo que la hipotética construcción de la alternativa debe comprender esto mismo, es decir, que no puede ser el soporte de un proceso restaurador del sistema. De ahí que cualquier intento de gobierno alternativo apoyado por Unidos Podemos deba sentar claramente unas bases mínimas que modifiquen lo económico, es decir, la estructura de poder y la estructura productiva del país. Ahora bien, dada la correlación de fuerzas tal gobierno no sería de izquierdas, sino de resistencia. No es lo mismo. Un gobierno de resistencia puede contribuir a cortocircuitar la agenda neoliberal y el proceso restaurador, pero es difícilmente creíble que pueda avanzar en un proceso realmente alternativo. Al fin y al cabo el PSOE ha sido, y es, un partido del régimen.

—Pues entonces, si es así, y no digo que no lo sea, coincidimos en esto, yo no veo que los números permitan un gobierno aunque sea de resistencia. ¿Cómo sumamos, con quiénes contamos?

—Es fácil, aunque no sea nuestra opción preferida. Pero las circunstancias son las que son. Con partidos nacionalistas e independentistas que, bien por oportunismo o convicción, crean que es mejor contribuir a ese gobierno de resistencia que a uno de continuidad.

—¿Y que pasaría el día después de la investidura de Sánchez, si esta se produjera? ¿Es posible combinar tantas especies diversas e incluso opuestas para cocinar este guiso del nuevo gobierno?

—Naturalmente es complejo poner de acuerdo a tantas formaciones, que además son tan heterogéneas, pero en un proceso de negociación habría que llegar a un acuerdo claro, con sus compromisos y plazos. Y ahí debería encajar la estrategia política, como táctica, de Unidos Podemos.

—No sería mejor, perdona la osadía, también es pregunta obligada, que se formara un gobierno PP y aliados, con enormes dificultades ciertamente, y no dejarles pasar luego ni una. Estarían transitando por aguas más que turbulentas. Y la calle, por fin la calle, los ciudadanos y los trabajadores/as, podríamos intervenir y decir la nuestra.

—Yo nunca he sido partidario de la tesis de que “cuanto peor, mejor”. Si existiera un gobierno alternativo, no deberíamos pensar por ello, aunque formáramos parte de él, que ese gobierno sería nuestro gobierno. Deberíamos, por tanto, seguir movilizándonos, al mismo tiempo que desde el gobierno se mejora la situación de la clase. Me recuerda cuando Lenin insistía en que había que destruir el Estado pero que, sin embargo, siempre era mejor una república democrática a una monarquía. Lo crucial, por lo tanto, es que entendamos que lo importante es la estrategia y no la táctica.

—Yo no quería abonar esa pseudotesis, ciertamente absurda. Quería señalar lo que algunas personas opinan: que gobierne el PP y le atamos en corto todos los días de la semana, del mes y del año hasta que no les quede oxígeno. Y le obligamos a hacer otras políticas.

—Sí, es una opción. Pero yo la veo imposible, sobre todo porque en nuestro sistema político el ejecutivo tiene gran capacidad para ignorar lo que decide el parlamento. Es algo similar a lo que sucede actualmente en Andalucía con el PSOE, que ignora de hecho todas las proposiciones no de ley que se aprueban. Y luego el PSOE gobierna con el ejecutivo y con la administración paralela, es decir, la enorme cantidad de instituciones no democráticas que tienen capacidad de control y gestión.

—Un amigo mío, Joaquín Miras, suele dar magníficos argumentos contra la política de las vanguardias y contra la política entendida como técnica. ¿No estamos, acaso sin desearlo, recorriendo ese sendero o un sendero muy afín?

—Bueno, hay muchos elementos para pensar que las formas políticas están cambiando. Durante décadas se ha implantado la visión tecnocrática de la política, y el discurso dominante había contribuido a ello, planteando que lo importante era que gobernaran los más cualificados profesionalmente y no los elegidos por la mayoría. Una suerte de Areópago mediado por las grandes instituciones académicas y financieras. El Banco Central Europeo siempre se ponía como ejemplo, aprovechando para emancipar también la economía de la política. Pero en España también se ponía a Rato y a Guindos como ejemplo, y en eso el discurso dominante ha cometido un grave error. Ha perdido credibilidad. Es España es hoy mucho más difícil que hace diez años, a mi juicio, que tengamos un presidente tipo Mario Monti. Ahora bien, la ideología dominante sí ha penetrado en el sentido común en muchos aspectos, y creo que eso debemos combatirlo.

—Otra pregunta obligada. No hablo de la coalición, hablo de IU. ¿Estamos o no estamos por la salida del euro? ¿Creemos que es posible transformar esta U.E., la realmente existente, en un sentido democrático y opuesto a las políticas antiobreras y antipopulares que se están impulsando desde hace años?

—El euro no es la causa original de los males económicos que asolan a nuestra economía, puesto que éstos tienen que ver con la estructura productiva y la estructura de poder más que con cuestiones monetarias. El subdesarrollo relativo de nuestra economía tiene que ver con un modelo laboral basado en bajos salarios y ausencia de condiciones laborales y con un modelo productivo de bajo valor añadido, todo lo cual da a nuestra economía un rol dependiente de las economías del centro de Europa en términos de distribución internacional del trabajo. Ahora bien, el euro ha venido a consolidar esos modelos y a cuadrar el círculo, especialmente por imposibilitar la devaluación monetaria y forzar la devaluación salarial. Lo que quiero transmitir es que técnicamente se puede hacer otra política económica europea incluso estando dentro del euro, cosa que depende de la voluntad política y de la correlación de fuerzas a nivel europeo. En cambio, salir del euro te da herramientas nuevas, las monetarias, pero también te pone nuevos problemas de importancia como es financiar los déficits en la cuenta corriente –una consecuencia del modelo productivo. Con el euro o sin él, el problema es la estructura productiva de nuestro país. Lo que debemos debatir es qué estrategia nos facilita una transición a otro modelo, y eso no es tan fácil como exigir que salgamos del euro. No podemos ignorar, tampoco, que la Unión Europea es el terreno político en el que se desenvuelve actualmente la lucha de clases europea; no vale con abstraerse de esos problemas, o huir de ellos, sino que debemos competir con modelos como los de la extrema derecha que disputan nuestra base social con discursos antiglobalización y antieuropeistas.

—Entiendo, por lo que dices, que tú no defiendes, sin muchos matices, una política que tenga como eje central: “salir del euro”. Hay mucha más cera en esta tarea, y que, en principio, la UE actual no te parece irreformable per se, como sostienen algunos eurodiputados de izquierda.

—Yo creo que la UE actual, es decir, las instituciones neoliberales –con sus tratados y pactos–, es algo que hay que destruir. Pero en su lugar no podemos dejar la nada, porque el espacio del capital ya se ha internacionalizado y nosotros debemos mantener la lucha también internacionalizada. Por eso creo que debemos construir un espacio institucional diferente para Europa. «Otra Europa» me parece, en general, mejor eje que «salir del euro». Más que nada porque, como he dicho más arriba, «salir de euro» no nos acerca más al socialismo que «otra Europa». Insisto, los problemas están en la base productiva.

—Hace poco se celebró la fiesta del PCE. Se te echó en falta. ¿Qué significa para ti ser comunista en 2016?

—Escribía hace unos meses un artículo titulado “algunos somos comunistas”, en el que explicaba con detalle qué significa para mí ser comunista. Yo soy comunista porque creo que el sistema económico capitalista es el principal responsable de la mayoría de los males que asolan a la clase trabajadora y al conjunto del pueblo, y creo que es necesario construir un sistema económico donde la maximización de la ganancia deje de ser el principio rector de la sociedad y pase a serlo un criterio social y democrático. La sanidad, la educación, las pensiones son conquistas del movimiento obrero porque son conquistas socialistas, es decir, en las que el criterio de su producción, distribución y consumo no depende de la tasa de ganancia capitalista sino de decisiones democráticas. Pero, ¿y la vivienda, la energía, las infraestructuras, los medicamentos y tantos otros servicios imprescindibles para la vida digna y que aún se producen, distribuyen y consumen en virtud de la ganancia capitalista? Creo en una sociedad en la que los medios de producción de esos bienes y servicios fundamentales para la vida sean públicos y estén garantizados. Podría pensarse que esta es una posición que peca de economicista, pero creo también en un Estado que defienda los derechos humanos, defendiendo la libertad positiva, y que garantice su cumplimiento. Pienso que la tradición comunista es la heredera de la radicalidad democrática republicana, la que pasa a través de Pericles, Rousseau, Robespierre… y llega a Marx, Engels y tantos otros. Pero también creo en una sociedad en la que la opresión del hombre sobre la mujer, y la explotación insensata del planeta por el ser humano, toquen a su fin. Creo, en definitiva, en una sociedad sin clases y sin explotación ni opresión.

—Muchos maestros míos, Manuel Sacristán, Paco Fernández Buey, Miguel Candel, estarían encantados con tus palabras. El año que viene se celebra el primer centenario de la revolución de octubre. ¿Una revolución contra “El Capital”, dijo Gramsci y algunos con él, que debemos seguir vindicando? ¿No hay demasiadas páginas oscuras en la historia de esa revolución socialista?

—La revolución de octubre fue una revolución contra El Capital porque desafió el etapismo planteado por el materialismo histórico. Como se sabe, Marx había predicho que la revolución socialista nacería de los países capitalistas más avanzados porque el socialismo se desplegaría desde las contradicciones generadas por el propio desarrollo de las fuerzas productivas. Pero no fue así. Llegó la revolución en un país prácticamente feudal, con una industria muy poco desarrollada y con una población mayoritariamente campesina. El propio Lenin, que había discutido con los populistas rusos, tuvo que justificar muy pronto una alianza popular entre el proletariado y el campesinado. Más allá de los episodios concretos, es evidente que la teoría importa, y mucho. En América Latina saben mucho de ello, puesto que los partidos comunistas ortodoxos, que con tanto ahínco defendían que el socialismo sólo llegaría tras el capitalismo y que por lo tanto había que desarrollar primero la industria, acabaron pactando con la burguesía explotadora antes que con los campesinos revolucionarios. Por eso el Guevarismo fue otra revolución contra El Capital.

¿Qué enseñanzas podemos sacar de todo ello? Creo que la crítica a algunos de los fundamentos de la modernidad, sin ir más lejos. La creencia en el desarrollo/progreso o en la linealidad de la historia, que podemos retrotraer más allá de la modernidad y hasta San Agustín, no deja de ser un tipo de fe. Hoy sabemos que el socialismo no viene inevitablemente tras el capitalismo, y que lo que puede venir es incluso peor: el fascismo. Hoy, los textos de Engels, Marx y Lenin sobre la futura sociedad socialista se nos antojan ingenuos. Los tres, aunque Marx un grado menos, creían en que tras destruir al Estado burgués su sustituto sería algo que no se llamaría Estado, la dictadura del proletariado, y que esa institución se iría extinguiendo poco a poco hasta ser innecesaria. Hoy sabemos que el Estado de la URSS se extinguió, pero no por las razones que pensaban los padres del socialismo científico sino por otras que tienen que ver con errores económicos y una absoluta subestimación de la naturaleza y cultura humana. Lo planteo así, desde este ángulo, porque creo que puede ser el más provechoso para nuestra causa. Sin duda la experiencia soviética tuvo sus grandes defectos, a veces terribles, como fue el asesinato sistemático incluso de revolucionarios, pero también sus grandes méritos. En ningún otro caso de la historia se ha visto cómo en pocos años un país feudal pasaba a ser una gran potencia industrial capaz de enfrentar a un imperio como el nazi, aunque a un coste sencillamente brutal y muy poco reconocido. Sin la URSS nuestra Europa quizás sería hoy todavía parte del fascismo más descarnado, y sin ella, sin su propia existencia, tampoco hubiera sido posible conquistar derechos laborales y sociales en los países capitalistas avanzados. Pero con todo, con esos reconocimientos, lo que debemos es tomar nota de los fundamentos del marxismo que debemos corregir.

—Por si he captado mal, ¿qué fundamentos del marxismo debemos corregir?

—Depende del marxismo del que hablemos, pues son muchos los marxismos (incluso en el propio Marx). Pienso que alguna de las cosas que hay que revisar es su filosofía de la historia (que es el materialismo histórico), no sólo desde la antropología y por lo tanto desde el pasado sino también en su fe incuestionable sobre el futuro. No seré yo quien critique a Fidel, pero a lo mejor la historia no nos absolverá: todo depende de las contingencias políticas y de nuestra capacidad de manejarnos en la lucha de clases. Me gusta mucho más la expresión de Marx, más débil, de que los hombres –y mujeres tendríamos que añadir– hacen su propia historia pero no a su libre albedrío sino condicionados por las circunstancias legadas por el pasado. Además, creo que hay que revisar la concepción de lo que es el Estado –esencial para la práctica política– y que desde luego es mucho más complejo que pensar que es un epifenómeno de la infraestructura económica.

—En 2018 celebramos el bicentenario del nacimiento del padre de Tussy Marx. Mucho ha llovido desde entonces. Mientras tanto, hemos entrado ya en una nueva era geológica, el Antropoceno. ¿Cómo hay que leer y vivir a nuestro gran clásico dos siglos después? ¿No lo leemos, en general, demasiado al pie de la letra, olvidándonos de las aportaciones de otros grandes marxistas y de otros pensadores y pensadoras que no lo fueron explícitamente?

—Los clásicos tienen hoy vigencia porque sus preocupaciones son, en otros contextos, las mismas preocupaciones que las nuestras. Es sorprendente leer a Marx hablar sobre la especulación financiera o a Lenin sobre la hoy llamada globalización; su lucidez tenía mucho que ver con haber entendido cómo funciona el sistema económico capitalista. Eso es mérito de los economistas clásicos y, entre ellos, destacadamente de Marx y Engels. Sin duda, hay que leer a los clásicos. Pero hay que hacerlo no con la actitud del catequista que busca en la palabra de Jesús la Verdad Revelada. Hay que leerlos buscando en sus análisis la lucidez que necesitamos también hoy, contextualizando y entendiendo sus posiciones. Nadie negará que el Lenin del Qué hacer, en 1902, no es el mismo que el Lenin de El Estado y la Revolución, de 1917. Hasta el tono es diferente. El problema no es leer a los clásicos sino leerlos mal, es decir, con la obsesión del sectario, o leerlos a través de lo que se llama marxismo vulgar o economicista. Por supuesto, se nos ha olvidado también al resto de marxistas, más actuales. Hoy los nombres de Althusser o Gramsci suenan a los militantes, pero ya menos suenan los nombres de Nicos Poulantzas, Georg Lukács, E. P. Thompson, E. O. Wright, Bob Jessop, David Harvey, Anwar Shaikh, Gerard Dumenil… En general, el problema es incluso más primario. Y es que ¡falta leer! ¡falta la formación teórico-cultural!

—Pues tendré que ponerme yo también porque algunos autores que acabas de citar son para mí casi desconocidos. Bob Jessop o Anwar Shaikh por ejemplo. Perdona el toque hispánico: ¿algún marxista español que te interese especialmente? Me ha sorprendido en todo caso, perdona la descortesía, que no citaras a Benjamin. Por cierto, ¿dónde están las clásicas marxistas?

—No he citado a Benjamin porque trataba de situar autores posteriores a la II Guerra Mundial –excepción hecha de Lukács, muy poco conocido entre los marxistas actuales y cuyo archivo histórico ha sufrido un ataque por el gobierno de Hungría–. Hay autoras marxistas, como Rosa Luxemburg, pero es desgraciadamente una minoría. Entre otras cosas porque la práctica política del marxismo clásico, cuando no su teoría, ha sido muy machista. Bob Jessop es el mejor estudioso de la concepción marxista del Estado, y sus influencias son Gramsci y Poulantzas precisamente. Anwar Shaikh es un brillante economista que acaba de publicar un extraordinario –y complejísimo: lleno de matemáticas y modelización económica– libro titulado Capitalism. Es un economista ortodoxo, en términos de su defensa de la vigencia de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, muy similar a los autores de la economía política clásica pero con un instrumental matemático mucho más avanzado.

—Habrá que poner codos. Te pediré ayuda.

—El drama del marxismo teórico español es que no ha tenido buenas circunstancias para desarrollarse, debido entre otras cosas a que el marxismo llegó a España después del anarquismo y a veces fosilizado en manuales de la URSS. Pero hay autores muy brillantes que a mí me han influido mucho. Uno de ellos es Manuel Sacristán, cuya vida y obra ha sido objeto de estudio de nuestro responsable de formación José Sarrión, y de toda su escuela. Destacaría a Paco Fernández Buey, claro. La academia marxista ha pecado, a mi juicio, de estar muy desconectada de la praxis política –excepción hecha de estos autores, que fueron militantes del PSUC, y de los intelectuales de los sesenta-setenta. Pero en los últimos tiempos está ocurriendo al revés. Muchos de los jóvenes investigadores y profesores universitarios, espacios propios del intelectual profesional, han saltado a la política activa. Así es fácil encontrar en Podemos, en las confluencias o en IU a una generación entera de nuevos cuadros intelectuales que ahora vinculan su trabajo investigador con la praxis. ¡Esa sí que es una buena tradición!

—Sin ninguna duda. En un artículo reciente –“Nuestros retos”–, magnífico en mi opinión, señalas: “qué proyecto político será capaz de crear una alternativa creíble que proporcione seguridad, entendida en su concepción civil y no militar, a la clase trabajadora y, por ende, a la mayoría de la población. La pregunta es obvia: ¿cómo hacerlo?”. Eso, ¿cómo? Nos resumes tu respuesta y reflexión por favor.

—Antes avancé algunas de estas cuestiones.

—Perdona que insista.

—Creo que la izquierda tiene que estar en el tejido social como organización y, particularmente, en el conflicto social. El conflicto es el momento más álgido de la contradicción entre el capitalismo y la vida cotidiana de la clase trabajadora, y es ahí donde la víctima se abre a otras cosmovisiones, a otras formas de entender la política. Si la izquierda está ahí, entonces tendremos capacidad no sólo de intervenir en el conflicto sino de extender la conciencia de clase. Esa es la forma en la que construimos clase (conciencia de) o, como dirían otros, pueblo. Naturalmente, esto sólo es posible si hay un proyecto político que ofrecer y que transmitir. Se trata de explicarle a la víctima de una estafa bancaria que no sólo es una cuestión de falta de ética del vendedor sino de un sistema de explotación que se llama capitalismo.

—Reflexionas sobre ello en ese artículo que he citado. ¿No hablamos demasiado raro (no pienso en ti en estos momentos), demasiado para gente muy puesta en materia? ¿Por qué no superamos ese decir que apenas dice nada para millones y millones de personas?

—Totalmente de acuerdo, pero pensemos que hay momentos y momentos. Marx escribió El Capital, un texto farragoso, complicado y de enorme profundidad filosófica y económica. No es un texto para leer mientras uno va en el autobús, sino para estudiarlo con textos complementarios para entenderlo. ¿Quién pretende entender a Marx si no ha leído y entendido a Hegel? Pero al mismo tiempo Marx escribió el Manifiesto Comunista, un texto divulgativo, fácil de leer, breve y eficaz. Un folleto, en definitiva. Pero todo folleto tiene detrás un cuerpo teórico más trabajado. Lenin hablaba de las diferencias entre la propaganda, que se hacía para poca gente porque requería largas explicaciones, y la agitación, que se hacía para muchas personas porque era más asequible. Esta entrevista, por ejemplo, no es para todos los públicos. Pero nadie me verá emplear este lenguaje en una entrevista de La Sexta Noche, pues hay que modular. Esto no es elitismo, sino el proceso natural de un aprendizaje de lo teórico que implica que todos podemos llegar a saber pero no se consigue sin esfuerzo y sin dedicación.

Quizás debiéramos advertir algo más al respecto de esto. Creo que si nuestra clase social no entiende lo que decimos, el problema es nuestro y no de nuestra clase social. Esto es aplicable para quienes desde un marxismo fosilizado creen que hablar a un desempleado de la plusvalía relativa o de la composición orgánica del capital va a servir para algo más que para la autocomplacencia del emisor.

—Me esfuerzo pero no consigo distanciarme de tu opinión. Tomo nota de lo que dices sobre Hegel y El Capital porque mi incomprensión de la obra hegeliana es casi total. Tendré que ponerme con más calma y más resultados.

No quiero abusar más, aunque el artículo que he citado antes da para hacerte mil y una preguntas. Pero te pido un comentario de texto sobre una reflexión-afirmación que te sonará, es tuya: “La mejor forma de repetir los errores de la izquierda tradicional con la que no se identificaba el 15M es deslizarse a través de la estrategia de eso que se ha convenido en llamar populismo de izquierdas, y que tanto comparte con la práctica política carrillista”.

—Hay un discurso de Carrillo ante el Comité Central, tras las elecciones de 1977, que merece la pena releer. Carrillo culpaba de los malos resultados al excesivo perfil izquierdista del partido, y llamaba a la moderación. Él aseguraba que la mayoría del país había votado moderación y que, por lo tanto, había que huir de los perfiles izquierdistas en los que el adversario les quería situar (Carrillo hablaba de que el sistema se refería a ellos como “lobo con piel de cordero”). En realidad la actitud carrillista fue una racionalización permanente. Abandonaron la ruptura y en vez de reconocer la derrota empezaron a vender aquella renuncia como una victoria. Y el proceso de moderación, de aparecer “responsables” frente al Estado, condujo a la pérdida de los valores más radicales y simbólicos de la organización (renuncia del leninismo inclusive). Y también, por cierto, de la militancia. El populismo de izquierdas, teorizado por Laclau, llega a las mismas conclusiones aunque a través de otro cuerpo teórico y de otros fundamentos. El populismo, como estrategia posmoderna, niega la existencia de clases sociales y considera que es posible construir pueblo a través de un uso adecuado del signo. Ese uso adecuado tiene que ver con evitar las palabras y símbolos que dividen a la población, o que están connotadas negativamente, y usar en su lugar nuevas terminologías que permitan aglutinar a la mayoría de la población en torno a las mismas –con independencia de su posición material en la sociedad. Básicamente ese es el esquema, que conlleva naturalmente una moderación ideológica y una adaptación al sentido común –a la normalidad. Ahí es donde acaba coincidiendo por entero con la posición carrillista de los años setenta.

—Cuando hablas de izquierda tradicional, ¿de qué izquierda hablas?

—Hablo de la izquierda institucionalizada, la que ha asumido el reformismo como vía para transformar la sociedad y ha renunciado a una organización política que haga uso de más instrumentos que el parlamentarismo. No debe confundirse con la izquierda clásica, que es a la que creo que deberíamos parecernos más.

La situación se impone. Sigo robándote tiempo, muy brevemente esta vez. Unas preguntas sobre la situación del PSOE tras el comité federal del 1 de octubre. Has hablado en un artículo reciente del motín de la oligarquía. Te pido un apunte sobre este motín oligárquico.

—El fraude democrático que está teniendo lugar en este momento en el PSOE es sin duda expresión de la crisis de régimen que vivimos. El nuevo panorama político que se ha plasmado en el parlamento tras las elecciones del 20D y del 26J refleja un país plural y muy heterogéneo. En esas circunstancias, es evidente que el PSOE tenía que decidirse por una política de alianzas muy distinta a la que había estado ejerciendo en las últimas décadas, en el reducido marco del bipartidismo.

 —A saber…

El PSOE tenía que optar entre llegar a acuerdos parlamentarios por la derecha, con PP y Ciudadanos, o hacerlo por la izquierda, con IU, Podemos, las confluencias y otros partidos. Desde hace meses el PSOE es incapaz de resolver el dilema, y hasta el momento lo único que ha hecho ha sido huir hacia delante, sin proponer ninguna propuesta creíble. El golpe de timón que ha puesto en marcha el llamado sector crítico del PSOE…

 —Tiene guasa lo del sector crítico. Si Kant levantara la cabeza…

—Sí, sí, tiene guasa. El golpe de timón es sin lugar a dudas un intento de impedir cualquier alternativa al gobierno de Rajoy. Un Gobierno alternativo que no tenemos muy claro que Pedro Sánchez tuviera disposición de intentar, pero que en todo caso ha sido razón suficiente para este motín oligárquico. Capitaneados por el ideólogo Felipe González, quienes buscaban tumbar a Pedro Sánchez sólo aspiraban a la restauración del régimen, es decir, a una salida de la crisis por la derecha. Parece evidente que el mayor pecado de Pedro Sánchez ha sido insinuar que intentaría un Gobierno alternativo con Unidos Podemos. A los amotinados no les importó el acuerdo con Ciudadanos, ni parece que tampoco la abstención ante la investidura de Rajoy y del PP. Lo que les molesta, y preocupa, es que la izquierda pueda tener influencia en las decisiones políticas y económicas de España.

—En cuanto al papel de la presidenta de la Junta de Andalucía…

—El papel de Susana Díaz en esta operación es paradigmático, no solo porque se la presente como alternativa sino porque ya participó de un claro giro a la derecha en la Junta andaluza tras expulsar a IU del Gobierno y establecer una alianza con Ciudadanos.

—Lo recuerdo bien.

—La España que le preocupa a Susana Díaz no es la de la clase trabajadora, sino la de las grandes empresas y las grandes fortunas; la misma España que ha hablado por boca de González. Estamos hablando de una operación de restauración para evitar cualquier posibilidad de hipotético cambio. Por boca de González y de sus tropas, insisto, está hablando la oligarquía de este país, la que se siente cómoda con un Gobierno ladrón, corrupto y neoliberal como el del PP. Desde Izquierda Unida lamentamos sentirnos reforzados en nuestras tesis sobre el papel del PSOE en esta crisis de régimen. Siempre hemos denunciado que el PSOE ha sido sostén necesario de las políticas neoliberales que están aplastando a la clase trabajadora. Ahora, con este intento de cortocircuitar cualquier influencia que pudiera tener la izquierda en el país, se pone de relieve cuán de oscuros son los intereses que se ocultan tras renombradas figuras del “socialismo” español. En nuestro país, durante muchos años, han gobernado aquellos que no se presentan a las elecciones.

—Es decir, para hablar con la mayor claridad posible…

—Las elites económicas que financian ilegalmente a los partidos políticos y que se benefician de indemnizaciones multimillonarias concedidas por los gobiernos de turno, sean del PP o PSOE…

—O de CDC o como se llame y fuerzas afines en Cataluña…

Por supuesto. Ya es hora de que eso cambie, aunque seamos plenamente conscientes de que el reto de enfrentarse a tamaña mafia es enorme. Pero si el pueblo trabajador se une en la lucha, y haya votado a quien haya votado en las últimas elecciones, hay esperanza y futuro. Por eso desde IU manifestamos nuestro convencimiento de la necesidad de reforzar una alternativa de izquierdas en este país. Una alternativa rigurosa y seria que proporcione soluciones concretas a los problemas de la clase trabajadora. Pues somos los trabajadores y las trabajadoras los que estamos pagando esta monumental estafa llamada crisis, y quienes nos sumimos en la precariedad, el desempleo, la inestabilidad y la flexibilidad vital.

 —¿Y ante todo eso?

—Organización, unidad y lucha. No nos vamos a rendir. Aún queda mucho tiempo para que esta crisis de régimen se resuelva, de una u otra forma, y la clase trabajadora tiene la llave para que lo que venga después sea una sociedad de justicia social y no el cortijo corrupto de los oligarcas.

—Pero el caso del PSOE no es único. “De la socialdemocracia al social-liberalismo” no es un mal titular si pensamos en muchos países de la Unión Europa y también de otros lugares del mundo.

—No es mal titular. El drama de la socialdemocracia europea no son estas peleas fratricidas, sino la falta de un proyecto político coherente. Es sabido que los partidos socialdemócratas abandonaron la causa socialista hace mucho tiempo, pero es menos conocido que también abandonaron hace décadas la causa socialdemócrata. El giro del laborismo británico, con su conversión al socialiberalismo de la mano de Tony Blair, y la práctica política de gobiernos como el de Hollande o Rodríguez Zapatero, por ejemplo, son la manifestación de que la retórica de los partidos socialdemócratas no casa con los hechos reales. El proyecto político de la socialdemocracia, que contribuyó a construir el Estado Social tras la II Guerra Mundial, ha entrado en aguda contradicción con el modelo institucional de la Unión Europea y con un mundo globalizado a la manera neoliberal. La inmensa cantidad de deserciones en el sector socialdemócrata, expresada tendencialmente en los resultados electorales a lo largo de toda Europa, tiene su causa en estas contradicciones de fondo. Un mundo neoliberal que está empujando a la precariedad y a la miseria a sectores cada vez más amplios de la sociedad; una situación ante la que la socialdemocracia no ha ofrecido una alternativa creíble ni rigurosa.

—Más bien todo lo contrario.

—Sí, sí. En la práctica sus Gobiernos se han comportado de forma indistinguible a los gobiernos conservadores. La clase trabajadora no es ajena ni a estas transformaciones económicas de fondo ni a los vaivenes políticos de las organizaciones que dicen representarla. La crisis económica continúa en nuestro país, como con otra intensidad también lo hace en el resto de Europa, y las condiciones materiales de vida de la mayoría social se deterioran a ritmos dramáticos. La clase trabajadora necesita un proyecto político que le proporcione seguridad y protección frente a la agresión del neoliberalismo y de este mundo globalizado. Un proyecto que, a mi juicio, sólo puede avanzar si se reconocen las causas profundas de esta crisis.

—¿Y cuál es la “receta”?

—La “receta” no es más socialdemocracia, como tampoco lo es más populismo, sino una apuesta firme y rigurosa de izquierdas, es decir, una izquierda capaz de conectar con las preocupaciones y problemas de la clase trabajadora. Ni liturgia, ni lenguaje fosilizado e ininteligible, ni debates escolásticos, ni postureo televisivo. Lo que necesitamos es una izquierda volcada en proporcionar soluciones a la clase trabajadora, cuestión que sólo podrá hacerse mediante el trabajo desde el conflicto social. No todo es malo…

—Entonces, ¿contra peor mejor?

—No, nada de eso, nada de eso. Las crisis son también oportunidades. Si algo ha dejado claro esta situación en el PSOE es que nosotros teníamos razón: es una estructura orgánica al servicio de la oligarquía y, sin embargo, sostenida por militantes y votantes de la clase trabajadora que se identifican con la izquierda política. La explosión de esta contraposición puede generar un cisma de suficiente envergadura como para que la clase trabajadora de este país pueda reorganizarse en un instrumento capaz de enfrentarse a la oligarquía con éxito, así como construir un modelo de justicia social. Esa es la tarea que creo le corresponde a Unidos Podemos, la de dedicarse en cuerpo y alma a aglutinar a la clase trabajadora en un proyecto político de izquierdas, independientemente de cuál haya sido su lealtad política y cuáles sus decisiones electorales pasadas.

—Gracias, muchas gracias. El atraco a mano tendida ha terminado, no te robo más tiempo.